El instinto de supervivencia nos empuja a vivir en solidaridad. Pero somos ocho mil millones de habitantes; es decir: de criterios diferentes. Esto dificulta la convivencia porque nos divide -aun sin quererlo- en fuertes y débiles, ricos y pobres, propietarios y proletarios? De modo que todo intento de igualitarización social (sin que «algunos hombres sean más iguales que otros») ha pasado por enfrentamientos ideológicos y bélicos.

Claro está que todo ser justo defenderá al oprimido. ¿Pero lo hará oponiendo fuerza contra fuerza, a la manera -equivocada- de don Quijote? ¿Es mejor el «venceréis pero no convenceréis» que Unamuno le plagió a V. Hugo? ¿Es la fuerza una razón cuando no se atienden otras razones? ¿De verdad «es preciso matar para seguir viviendo», como afirma Hernández?

Vivir en compañía implica un condominio de la libertad: la dejación de algunos derechos y el cumplimiento de todos los deberes. Y existe una herramienta de entendimiento: la palabra, que es la única arma pacífica: la única capaz de evitar que la Historia sea una sucesión de guerras separadas por treguas para el rearme.

De manera que ¿cómo intervendrá el escritor -el artista- en esa disputa sino con su palabra preventiva -o su arte-?

Si Napoleón dijo que «una revolución es un criterio sostenido por las bayonetas», Maiakowsky escribió: «nuestras plumas son bayonetas»; y fue un alicantino de Ibi, Pla y Beltrán, muerto en el exilio venezolano, el primero en suavizar esa afirmación al relacionar arma y palabra: «que nuestros versos sean ágiles bayonetas en las manos de los obreros del universo». No sería extraño que, tras pasar por otros, de ahí surgiese el eslogan de Celaya de que «la poesía es un arma cargada de futuro»: la palabra como entendimiento. Pero ¿qué palabra?

Porque el filósofo rumano Cioran advierte que «quien habla en nombre de otro es un impostor». (Y le daremos la razón si oímos a nuestros políticos representarnos en el Congreso). Por lo tanto, ¿hasta qué punto nuestro criterio no adultera el de aquellos a quienes defendemos? ¿Se ocultará la escritura en una torre de marfil insolidaria? ¿Buscará un eclecticismo en el que no falte ni individualismo ni solidaridad? ¿Será la palabra lo bastante elocuente para detener el bucle en el que el débil cree que para vencer al poderoso tiene que ser más poderoso que él? ¿Convencerá al poderoso de que ningún mérito tiene poseer más débiles? ¿No es mejor la más incipiente democracia que la mejor construida dictadura?

Así es como llegamos a lo que importa hoy: el mismo Cioran, en 1960, afirmaba que la verdadera dictadura que nos espera -y ya ha empezado- es la de la ciencia y tecnología: la genética predeterminista. Exactamente lo que predijo, tres décadas antes, Huxley en su novela «Un mundo feliz». Y aquí es donde debiera centrarse la labor de los escritores: aquellos que, con su palabra visionaria y disuasoria, otean sueños que se convierten en pesadillas, utopías que se transforman en distopías, esos mundos dictatoriales de Orwell o Bradbury, en los que los individuos son clónicos físicos y síquicos y la libertad ha desaparecido porque se ha culminado el proceso de que «ser libre y feliz es no pensar». Lo mismo que Huxley anticipa cuando afirma que nuestros líderes se empecinan en convertir la imbecilización en un nuevo modo de inteligencia.

Dicho esto, queda por resolver la eficacia de esa palabra constructora de paz y concordia. Y lo cierto es que el auténtico autor -aun siendo primero ciudadano- no escribe siguiendo consignas coyunturales, sino sentimientos y filosofías universales que humanizan en vez de deshumanizar. Por eso las obras más efectivas socialmente no son los panfletos, sino aquellas erigidas como grandes y señeros rascacielos de la Humanidad, las que conmueven -corazón individual y social adelante- los cimientos de la civilización: por eso cuando Eisenstein quiere mostrar los estragos de la represión no lanza una invectiva, sino que filma « Las escalinatas de Odessa», y Picasso pinta el « Guernica»; por eso cuando V. Hugo desea que veamos la opresión escribe « Los miserables»; y cuando Delacroix anhela liberar al oprimido esgrime La libertad guiando al pueblo; y cuando Ibsen predica la emancipación de la mujer lleva al escenario « Casa de muñecas»; y por eso Huxley, Orwell y Bradbury levantan los edificios y ruinas de « Un mundo feliz», « 1984» y « Farhenheit 451». Esas, y otras muchas obras han concienciado al individuo y la sociedad más que todos los manifiestos de Marx y Wollstonecraft.