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Las siete esquinas

Última generación

Mi hijo, que este año ha alcanzado la mayoría de edad -y por tanto el derecho de voto-, era un bebé de meses cuando los aviones secuestrados por yihadistas se estrellaron contra las Torres Gemelas. De hecho, lo único que sabe del atentado -el más famoso de nuestra historia contemporánea- es lo que ha visto en las filmaciones que se difunden en los aniversarios y en las conmemoraciones. Si se le habla del Muro de Berlín, piensa en un videojuego de la serie Warhammer Fantasy. Si se le habla de la URSS o de Mao Zedong, sólo se le ocurre pensar en algún villano de la serie James Bond (que para él es deliciosamente «vintage»). Y por supuesto, si se le habla de Franco, no sabe prácticamente quién es. Y si nos ponemos a hablar de la quema de iglesias en el 36 -cosa que por desgracia fue muy real, aunque algunos partidarios de la Memoria Histórica la consideren una especie de «invent»-, mi hijo sólo puede imaginarse algo parecido al incendio de Notre Dame: un accidente fortuito, un obrero fumando un pitillo prohibido, un soplete que impacta donde no debería. Eso es todo.

Lo digo porque hay varias generaciones -y no sólo la de mi hijo- para las cuales la mayoría de temas que discuten los políticos ( Franco, la guerra civil, la quema de conventos, o en el caso de los «indepes», 1714 y «la guerra del Borbó») son asuntos absolutamente inverosímiles y que no tienen ni la más remota conexión con la realidad en la que viven. Por supuesto que hay una minoría de fanáticos, sobre todo entre las filas «indepes», que viven obsesionados con estos hechos del pasado, pero eso se debe a que han sido instruidos por sus familiares o por sus profesores, de forma muy parecida a como en los años del franquismo se impartían en los colegios las clases de Formación del Espíritu Nacional. Pero para los demás, es decir, para cualquier persona de menos de 40 años preocupada por los alquileres impagables, los contratos precarios, el desempleo, el aumento del coste de la vida o el cambio climático, la mayoría de cosas que se discuten en las campañas electorales no tienen relación con lo que esa persona vive día a día. Son temas tan lejanos -e inverosímiles- como Nabucodonosor el Grande y las Murallas de Babilonia. Esos temas, si acaso, sólo servirían para ganar un rosco de «Pasapalabra», pero nada más.

La generación de mi hijo no conoce la prensa escrita ni apenas tiene trato con los libros. No va al cine. No sabe prácticamente nada de historia (la enseñanza que han recibido ha sido muy deficiente o totalmente sesgada y manipulada). Tampoco saben nada de la tradición cultural de la que vienen. No saben nada de la Biblia -no saben quién era Caín ni quién era Abel, no saben nada de la manzana del Paraíso, no saben nada del Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal-, pero tampoco saben nada de Mahoma ni de Lutero ni de Miguel Ángel ni Leonardo. Por supuesto que tampoco saben nada de Hannah Arendt ni Simone Weil. La única Hannah que les suena -y muy vagamente- es Hannah Montana. Y la única Simone que les dice algo es la gimnasta Simone Biles, a la que habrán olvidado dentro de dos días, o a la que quizá ya han olvidado por completo.

Porque lo realmente interesante de esta generación es la asombrosa capacidad que demuestra tener para olvidarlo todo. O, mejor dicho, para no retener nada, para no guardar memoria ni recuerdos, para adelgazar y fragmentar la experiencia hasta convertirla en un mero depósito de fotos en Instagram. Si a esta generación se le priva del teléfono móvil donde todo el mundo guarda su vida (pública y privada), al instante todo desaparece, todo se borra, todo pasa a ser engullido inexorablemente por el olvido. Recordemos que esta generación se alimenta intelectualmente a través de «memes» y de vídeos de «influencers» en YouTube. En muchos casos, estos «influencers» no pasan de ser unos charlatanes deseosos de amontonar seguidores para cobrar unos pocos euros de publicidad en su canal de YouTube. O sea que la información que recibe esta generación no proviene de fuentes fiables, sino que está trucada o falsificada por bots accionados desde Rusia o desde vaya usted a saber dónde, o bien está fabricada por gente que no está bien de la cabeza (o peor aún, que finge estarlo para atraer a más público). A menudo, las manipulaciones informativas son tan groseras que ni siquiera pretenden disimular que lo son, pero eso aumenta el poder de seducción que tienen (ya sabemos que lo friqui atrae mucho a los adolescentes, y hoy en día todos somos adolescentes). Y, por último -y eso es lo más preocupante-, esta generación de jóvenes carece de unos conocimientos sólidos que le permita enfrentarse a la realidad con ciertas garantías de saber procesarla con una mínima racionalidad y una mínima distancia. Porque para ellos lo único que cuenta es lo emocional y lo irracional: los gritos, los aspavientos, la impostación, el mal teatro.

Sí, claro, hay excepciones, bastantes excepciones. Pero no nos engañemos: son pocas.

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