Por ahora es más «el partido de Errejón» que «Más País». Es lógico y nadie debería rasgarse las vestiduras. Al fin y al cabo, las izquierdas españolas llevan bastante tiempo sacando sopa de un caldero en el que bullen, mezcladas, ideas más o menos fértiles e hiperliderazgos de distinta ventura. Me atrevería a decir que las ideas se van asentando y los liderazgos racionalizándose. A ver si se logra la salsa para escapar, ideas y líderes, de la adrenalina vertiginosa de la épica y de las frases definitivas con tamaño de tuit. En cualquier caso, una buena noticia es que la política va desplazando a la ideología abstracta. Y un buen ejemplo, por cierto, es Errejón y su maniobra, que apenas sí ha apelado a ninguna esencia. Sea como fuera, tengo amigos que interpretan la invención como un paso más en la fragmentación de la izquierda. Pero me parece que el asunto tiene más miga.

Hace años publiqué en La maleta de Port Bou un artículo que titulé: ¿Por qué envejece tan rápido la nueva política? Y eso me sigue pareciendo la clave para interpretar el asunto. Que la nueva política fue entendida como una realidad compacta, como una «cosa» que debía ser fiel a sí misma, a su novedad y a sus rostros pregonados en redes y tertulias de televisiones estridentes, es evidente. Y fraguó en diversas experiencias orgánicas, en convergencias, alianzas, etcétera. Que ha sido barrida en muchos lugares también es evidente, disponiendo hoy de una cuota de gobierno mucho más pequeña que hace cinco años. Y habiendo quemado a cuadros sociales de interés. En parte porque esa cosificación del proyecto era una traición a sí mismo. En parte porque el deseo de Podemos de hegemonizar todo lo que se moviera a la izquierda del PSOE casaba mal con la tozudez, impericia y banalidad de muchos de sus dirigentes. En parte, sobre todo, porque la realidad cambió en lo económico, porque tras la derrota del PP también se fragmentó la derecha y porque, en fin, «lo de Catalunya» deja poco espacio al horno para fabricar bollos de diseño politológico. Ante ello las izquierdas del cambio apenas si dispusieron de experiencias y formación política, ni su presencia territorial les permitía resistir algunos golpes; sin fondo de armario las asambleas callejeras dan de sí lo que dan. El PSOE pudo recuperar parte de lo perdido porque sí posee cultura orgánica -a veces demasiada- y vive mucho más pegado a la política que a la ideología, aunque de vez en cuando trate de disimularlo.

Pero la izquierda en su conjunto tiene aún numerosas preguntas abiertas que hacen muy difícil un acercamiento estable y favorecen las rupturas internas. Así, la crisis de la socialdemocracia, viva en toda Europa y que apenas encuentra parches y remiendos; la incapacidad del pensamiento verde para que cuaje en España una fórmula política potente; los agravios de todo tipo en las cúpulas de grupos demasiado pequeños como para que se diluyan con fluidez o, en fin, la tensión permanente entre intentar formular un patriotismo constitucional congruente con una nueva izquierda o resistir al nacionalismo españolista desbocado de las derechas. Es en ese horizonte donde la crisis económica hizo saltar la estabilidad corporativa del bipartidismo. Ni los déficits de las izquierdas hubieran podido hacerlo sin crisis, ni la crisis sin esos condicionantes hubiera sido suficiente. El PSOE pagó la mala gestión del momento, IU por su incapacidad para alterar con su palabrería la correlación de fuerzas, y los demás por su impotencia para evitar la corrupción o las derivas autoritarias. Y entonces, afortunadamente, se produjo la fragmentación, porque si no hubiera aparecido Podemos, si no hubiera crecido Compromís, si no se hubieran reinventado otros grupos autonómicos, lo que hubiera acontecido es una extraordinaria abstención: el sistema se hubiera deslegitimado con bipartidismo y poca participación. Hoy Vox sería mucho más fuerte.

Pero ahora somos conscientes de que el proceso no ha concluido. La clave consiste en la capacidad de las diversas fuerzas para convencer de que son capaces de hacer un «buen gobierno». No una buena oposición hilvanando retahílas de frases redondas, sino trayendo una gobernabilidad distinta en el corazón y en las manos. Y sobre todo en el cerebro. Porque me da la impresión de que el electorado de izquierdas está harto de votar. Pero también lo está de que se apele imparable, continuamente, a sus emociones, a las banderas de tela y a las de la bondad. Estamos sentimentalmente desgastados. Y ahí es donde Más País emerge con una credibilidad diferente a la de Podemos y, potencialmente, convergente con la de Compromís.

La cuestión será saber si el proyecto es táctico o estratégico. Si fuera meramente coyuntural no transmitirá la potencia necesaria para convertirse en la pieza de convicción necesaria para ir armando nuevas mayorías. Si el mensaje es su capacidad de perseverar con tranquilidad en el tiempo, las diversas fuerzas que ahora confluyen podrán abrir también una reflexión sobre cómo construir una tercera España: la que no quiere irse, pero tampoco identificarse con un centralismo abotargado y retrógrado. Ya sé que todo eso no depende sólo de la voluntad de un partido que, existir, no existe, y, menos, de un líder que lee mucho, pero no siempre lo adecuado para gestionar la complejidad de la sociedad española. En cualquier caso, el anuncio de su llegada a helado un poquito la sonrisa de Pedro y Pablo, tan destinados a volver a empezar y, ahora, suponen, saben, que estarán necesitados de abrir su inteligencia a esta nueva realidad. Veremos. Porque hay un axioma en la izquierda: cuanto más fácil es que las cosas salgan bien, más fácil es que vengan unos ideólogos y la destrocen en nombre de la ética o los recuerdos de agravios y amores esquivos.