Seguramente es verdad que, como decía Hegel, «quien no se admira de nada, vive en estado de imbecilidad y estupidez». En cualquier caso, es seguro que el incapaz de asombrarse tiene una forma particular de mirar la realidad: una mirada que la da por sabida de antemano, sin dejar lugar para la sorpresa ni esperar ninguna particularidad.

La ignorancia sabionda del que cree conocerlo todo sin apenas haber prestado atención a nada es típica de los que están de vuelta antes incluso de haber ido. También en las relaciones entre personas, cuando alguien nos trata como si se tratara solo de un caso más lo consideramos «desatento». Y es que prestar atención realmente incluye una cierta consideración a priori, es decir, de entrada y porque sí.

Un profesor de filosofía que era más bien un filósofo, y no siempre son lo mismo, nos avisaba a sus jóvenes estudiantes que no se podía entender del todo bien al filósofo por el que no se sintiera una cierta simpatía, o, por lo menos, al que no se le concediera un cierto crédito inicial. La aparente ingenuidad desprevenida de esa recomendación, tanto más atípica cuanto más rigurosa era la hegemonía de la sospecha y de la pasión desenmascaradora, siempre me pareció mil veces más penetrante que la distancia hipercrítica que prescribían los entusiastas del rigor interpretativo. Lo que más desconfianza merece es la desconfianza por sistema, también en los asuntos comunes de la vida.

Por el contrario, es el «aprecio» lo que permite «apreciar» la realidad en sus justos términos. No es un simple juego de palabras, aunque esa doble dimensión de conocimiento y valoración está presente en muchas expresiones afines. Por ejemplo, se podría haber dicho también que solo sabe ponderar o «estimar» bien las cosas quien las «estima». De hecho, aunque es verdad que solo protegemos lo que valoramos, es todavía más cierto que protegerlo forma parte de descubrir su valor, incluso de apreciar o notar su existencia.

Y de ahí que la cura que requiere la falta de interés o la apatía de la inteligencia por las cosas consista en la tarea de tomarlas a su cuidado. Nada es tan capaz de movilizar la atención como el hecho mismo de atender, es decir, de servir cuidadosamente a los demás, incluidos los demás seres vivos y las cosas. El cuidado practicado con cierta constancia es un multiplicador de la capacidad perceptiva de los sujetos. Basta con llevar cuidado con algo, no tirar plásticos, por ejemplo, para verlos y notarlos al primer golpe de vista.

En castellano «prestar atención» es tanto lo que hace un profesional de la salud, un dependiente en un comercio o un funcionario cualquiera, como lo que hace alguien que se pone a pensar en un asunto. Seguramente ninguna palabra como «cogito» reúne esa doble dimensión: pensar y cuidar tienen en el latín «cogitare» su ascendiente común. Pero en castellano hay otra forma de decirlo que merece destacarse: el único modo de asistir al acontecimiento que es la realidad y las personas es asistiéndolas.

Y es que la realidad y las personas mismas no se nos convierten en un acontecimiento hasta que las asistimos en el sentido en que lo hace un «asistente», es decir, tomándolas a nuestro cuidado, prestándoles el auxilio o la colaboración que precisan y procurando su auge o restablecimiento.

«Atender» es al mismo tiempo -o por separado- curar, servir y considerar algo, y es también la disposición personal que mantiene despierta la atención capaz del asombro que, según Hegel, nos saca de la imbecilidad o, incluso más, de cierta inexistencia. En efecto, el famoso cogito ergo sum, pienso luego existo, podría traducirse -y traicionarse- como «atiendo luego existo», pues solo quien deja acontecer las cosas y las personas ante sí prestándoles atención, alcanza el sentimiento de sí mismo como existente.

Prestar atención no es, por tanto, la simple cortesía de considerar al otro en una conversación, o de ponerse al servicio profesional de otra persona, sino la de activar nuestra propia vida en y mediante todo lo anterior. Puede parecer complejo, pero es fácil: solo el hecho de asistir -en todos sus sentidos- al acontecimiento de la realidad ajena sirve de escenario para la experiencia de la vida propia. Atender es, pues, la forma intensiva de existir o de vivir tan plenamente como está a nuestro alcance.

Pero, como todo lo decisivo en la vida humana, también esto puede deteriorarse: basta con reducir el acontecimiento de la realidad a espectáculo, escándalo incluso, y devaluar el prestar atención al ejercicio de una curiosidad morbosa con las miserias y flaquezas ajenas. Esa devaluación del acontecimiento en espectáculo, tanto más llamativo cuanto más escandaloso, es lo propio de la espectacularización mediática de la realidad, y es una verdadera calamidad pública que las cadenas de televisión y los programas con más seguimiento tengan esa mórbida orientación.

De hecho, habría que reformular la idea de Hegel en estos términos: quien no se admira de nada, vive en estado de estupidez, pero quien se admira de lo deleznable se ha convertido en algo peor que los más estúpidos. El asombro humano se puede depravar mediante una dieta intensiva de escándalos y obscenidades suministrados para entretener a un público cada vez menos capaz de prestar atención a nada valioso.

Esa atención viciada hace lo contrario de curar, servir o considerar, pero ofrece el sucedáneo adictivo de asistir al acontecimiento de la realidad ajena para tener el sentimiento de sí mismo, pero parasitando la desgracia, la debilidad o la impudicia de otros mercantilizada y convertida es espectáculo y entretenimiento.

Preservar la clase de ingenuidad necesaria para dejarse sorprender por las cosas y las personas es la única manera de revitalizar el asombro. Pero lograrlo requiere una exigente dieta a salvo de procacidades suministradas a granel y servidas como pasto para una audiencia cada vez más dócil y manipulable mediante el entretenimiento. Bastaría con aplicarles a los sabiondos de vuelta de todo el rigor crítico y la desconfianza que ellos propagan como visión de la vida.