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Sánchez no es más, es May

La comparación con el expresident catalán, en el campeonato de las elecciones bumerán que se vuelven contra quienes las provocan, olvida el precedente más próximo del Reino Unido

Cunde la sensación de que la esplendidez en la renuncia a La Moncloa en mano, a cambio de unas elecciones siempre inciertas, no figurará entre las ideas más brillantes de Pedro Sánchez. Proliferan las comparaciones de su iniciativa derrochadora con la apuesta a doble o nada de Artur Mas, el catalán favorito de Zapatero. El entonces president de la Generalitat convocó unas elecciones plebiscitarias en 2015, tras el primer referéndum, obedeciendo al plan de consolidar una mayoría absoluta independentista. Llegaron las urnas pero no la hegemonía, se acuñó la célebre frase de "ha votado gente que no tenía que hacerlo", y se produjo el despido fulminante del incubador de la maniobra. Un gag que haría las delicias de Groucho.

Sin embargo, la lógica obsesión castellana por Cataluña no debe cerrar el foco en la búsqueda de semejanzas ilustrativas. Una vez que Sánchez se ha inscrito en el campeonato de las elecciones bumerán, que se vuelven contra quienes las provocan desde la temeridad, se olvida el ejemplo más próximo del Reino Unido. La primera ministro Theresa May disponía de más de tres años de plazo antes del agotamiento de la legislatura, un plazo casi tan dilatado como el puesto a disposición del president del Gobierno en funciones. Sin embargo, la conservadora británica fue cegada por sus asesores milagreros y por los sondeos torcidos. Citó a las urnas, perdió la mayoría y convirtió a Corbyn en una amenaza real. Su suerte personal también la emparenta con Artur Mas.

Si se cambia a May por Sánchez con la consecuente protesta del segundo, y a Corbyn por Casado con la presumible hostilidad de ambos, la traducción a la España actual se desliza inmediata. Arriesgar en el camino hacia una victoria es respetable, frivolizar con el triunfo ya conseguido es irresponsable. El presidente del Gobierno descubre en las encuestas interminables que su auge en los pretendidos sondeos electorales se producía a condición de que constituyera el Gobierno que le imponían los electores, y de que no convocara elecciones. Se trataba de catas postelectorales y no preelectorales, según podía comprobar cualquiera que examinara un calendario.

Claro que nos gusta Zapatero el Invicto, por supuesto que lo apreciamos como un líder irrenunciable, y claro que lo votaremos a la primera ocasión, sobre todo ahora que pactará y diseñará un Gobierno a su imagen. Los sondeos eran celebratorios y no prospectivos. Al defraudar a quienes lo idolatraban, Sánchez sufre el reflujo con la perplejidad que se empieza a adivinar tras su máscara. El PSOE pierde fuelle en los sondeos. Ya no se habla de 140 ó 150 diputados, conservar los 123 actuales se recibiría con alivio. Además, los socialistas han rescatado al PP del anonimato y obligan a contemplar a Casado como un candidato a La Moncloa en condiciones. De remate, el partido que renunció a gobernar se dispara un tiro en el pie con Errejón.

El aval a Más Qué País es el punto alarmante de la estrategia socialista. En lugar de fortalecer a la extrema derecha que desangra al enemigo por el extremo opuesto, véase al maquiavélico Mitterrand alimentando a Le Pen, el PSOE ha adoptado a un niño vecino de inocencia solo aparente y que amenaza con apropiarse de hasta media docena de escaños procedentes de Sánchez. Este extraño cálculo repercute de paso en la excelente imagen que atesoraba el presidente del Gobierno, desde las últimas generales. Ni siquiera la ausencia de rivales en condiciones garantiza el mantenimiento de su cotización.

Sánchez se cree superior a su puntuación en la convocatoria de abril, al igual que la mayoría de personas que han pasado un examen. La estupefacción que esta conducta ha generado en las filas socialistas, ha disparado una fiebre de interpretaciones que no eluden a Freud. Una hipótesis más no hará daño a nadie. El presidente del Gobierno ha entrado en la fase amniótica a mayor velocidad que sus predecesores. Los inquilinos de La Moncloa necesitaban de tres a cuatro años para aislarse por completo de sus compatriotas, o para considerar a los votantes sus peores enemigos. Un año le ha bastado al actual residente para cerrar ese ciclo.

Frente al rumor creciente de la crítica más pública que publicada, Sánchez puede escudarse en que está obedeciendo a los trazos de su biografía. El presidente del Gobierno no vence, resucita. De remontada en remontada hasta la victoria final, en aplicación de las consignas del también guerrillero Ho Chi Minh, aunque olvida tal vez que el actual electorado se muestra más caprichoso que los votantes irreductibles seducidos por sus antecesores. Si la peripecia sale mal, Sánchez podrá esgrimir la coartada de que se está inmolando para salvar la disgregación del país. Este argumento funciona a escala histórica, pero está condenado al fracaso en el abreviado margen de atención que se permite el telespectador medio.

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