Hay varias generaciones de trabajadores y trabajadoras de la provincia de Alicante que se han labrado un futuro laboral sin pisar un colegio. Desde los que ofician profesiones que requieren menor cualificación a licenciados universitarios con máster que hoy dirigen empresas, trabajan para multinacionales, gestionan el negocio familiar o disponen de tal currículum que se resignan a ocultarlo para poder emplearse sirviendo hamburguesas. Pero, insisto, no han puesto un pie en el cole. No, al menos, en el concepto tradicional de colegio que nos hacían pintar de pequeños, cuando garabateábamos con ceras Manley el torpe boceto de un pueblo con su casa de tejado a dos aguas y chimenea, la iglesia con su cruz, un sol sonriente de rostro infantil, uno o dos árboles y, por supuesto, el hospital y la escuela de ladrillo y ventanas, robusta, sólida digna, como si hubiera sido levantada con las manos sensatas del más pequeño de los tres cerditos.
No es esa la idea de colegio que conserva buena parte de esa generación mencionada al principio. Bendito profesorado y bendito el personal de la enseñanza que han conseguido formar a alumnos cuyos centros escolares son desde hace 40 años una ordenada acumulación de modernísimos barracones con aire acondicionado y calefacción, el último modelo de PVC, que si nos ponemos a sumar lo que han costado durante estos años da para un campus como el de Harvard.
En la página 10 de este ejemplar y en la edición digital se encontrarán con una noticia espeluznante: 116.000 menores de 16 años de la provincia de Alicante viven en régimen de pobreza. Imaginen ahora las dos noticias juntas: niños, pobreza y barracones. Si lo piensan bien, se nos viene abajo lo de la millor terreta del món, el paraíso turístico de Europa y varias exaltaciones más del orgullo patrio. O nos tomamos la educación en serio o perderemos a parte de otra generación más de alicantinos. Y no se lo merecen.
