Benillup es uno de esos hermosos pueblos de El Comtat en los que el tiempo parece haberse detenido. Es una de esas pequeñas comunidades rurales que sobreviven milagrosamente a los eternos problemas de la España vacía: despoblamiento, envejecimiento de la población, falta de alternativas a una agricultura en crisis y reducción de los servicios públicos hasta mínimos insoportables. Además de enfrentarse a las mismas carencias del resto de la comarca, esta localidad con apenas un centenar de habitantes ha de asumir las consecuencias de un auténtico castigo de la Geografía: está construida al borde de un profundo barranco, que cada vez que se produce un temporal fuerte de lluvias se acerca un poco más al casco urbano, hasta convertirse en una amenaza permanente; en una espada de Damocles orográfica que pende siempre sobre las cabezas de los vecinos.

En este apartado rincón del Norte de la provincia, vivir al borde del abismo ha dejado de ser una frase hecha para convertirse en una descripción realista del paisaje. Desde hace casi dos décadas, los habitantes de Benillup vienen denunciando sistemáticamente esta situación anómala. El procedimiento siempre suele ser el mismo. Cada vez que llueve con cierta intensidad, los afectados dan la voz de alarma, los periódicos acuden al lugar de los hechos y publican terribles imágenes de un enorme precipicio, que avanza de forma inexorable y que se sitúa a unos escasos veinte metros de las primeras casas del núcleo urbano. Con un poco de suerte, acuden a la zona representantes políticos de la Generalitat, de la Diputación Provincial o de la Confederación Hidrográfica del Júcar, que se echan las manos a la cabeza y que prometen por lo más sagrado que en un plazo razonable de tiempo le pondrán un final feliz a esta terrorífica película de suspense urbanístico. Pasa el tiempo, el problema se olvida y no vuelve a aparecer hasta que un nuevo temporal nos recuerda que esta pequeña localidad sigue ahí, colgada de un barranco amenazante y a la espera de que un día se cumplan los pronósticos más negros sobre su futuro.

Para explicar esta extraña historia habría que echar un vistazo a algunas de las peores miserias del actual sistema de gestión política. Solucionar de forma definitiva el problema de este pueblo exigiría un considerable gasto que algunas fuentes sitúan en torno al millón de euros. En un mundo cruel en el que las administraciones deciden el reparto de las inversiones públicas en función de su rentabilidad electoral, «enterrar» este dineral en una localidad con apenas cien habitantes se consideraría un despropósito político imperdonable. Aunque la lógica nos diga que la intervención en este barranco es urgente y obligada, la realidad nos señala que los diferentes proyectos para subsanar este desastre orográfico están condenados a vagar eternamente por la tierra de los buenos propósitos incumplidos.

De forma absolutamente involuntaria y muy a su pesar, las buenas gentes de Benillup llevan veinte años viviendo en unas circunstancias que se han convertido en una perfecta metáfora de la actual situación política española. Todo un país vive al borde de un abismo, mientras su clase política se enzarza en una pelea interminable por aumentar las parcelas de poder, que nos ha llevado a celebrar cuatro elecciones en cuatro años. El precipicio avanza hacia nuestras casas y hacia nuestras vidas (las inversiones estratégicas se paralizan, el problema catalán se recrudece, la financiación autonómica se congela y nos amenaza una nueve edición de la crisis económica) sin que ninguno de nuestros líderes nacionales se dé por aludido.

La triste anécdota de este pueblo de El Comtat se convierte en categoría. La única manera de salir de este bucle endiablado pasa por un drástico cambio de las mentalidades. De momento, seguiremos ahí, acojonados al borde de un profundo barranco, hasta que alguien decida que los intereses de las personas son más importantes que los intereses de los partidos.