Estaría bien que las nuevas generaciones de españoles, todos incluidos, no se dejaran aleccionar ni adoctrinar, por los petulantes y los pedantes. Pensarán que eso, en esta España nuestra, es complicado porque los tenemos a racimos por todas partes y, crecer, crecen como setas hasta en terrenos secos. La cuestión es tan seria como controvertida, porque el que más o el que menos presume lo que puede o se hace pasar por erudito en cuanto tiene la más mínima oportunidad.

El problema radica en las fuentes de petulancia y pedantería que son múltiples y, sobre todo, extendidas a la gran masa crítica con una exposición constante en diferentes soportes. El número uno es, por supuesto, la televisión en cualquiera de sus formatos, aunque hay que reconocer que algunos son un poco el colmo como, por ejemplo, la sexta y la cinco, que engrandecen estos atributos día a día sin el más mínimo pudor, aleccionando y adoctrinando en versiones intelectual y casposa.

La «idiotización» de los medios de comunicación hacia sus directos consumidores es abracadabrante. En tiempos de tiranías y totalitarismos ha sido la llave para mantener a todo el mundo en su sitio, es decir, anulados. En las democracias, excepto contadas excepciones, se sigue la misma sintonía, pero con programaciones e informaciones reguladas por los que ostentan el poder de los medios, siempre sumergidos en distintos intereses partidistas, ya sean ideológicos, económicos o religiosos.

Los pedantes y los petulantes que se pasean por los medios tienen diferentes perfiles. Los tertulianos, los políticos, los invitados y los opinadores de la calle seleccionados con intención, entre otros muchos. Todos ellos ostentan diferentes grados de petulancia y pedantería para alcanzar metas mediáticas perseguidas meticulosamente. Se pueden observar las características propias de estos perfiles en cuestiones como el menosprecio -hacia un político, un señalado social o un famosillo-; los alardes de grandeza de quienes toman la palabra como si fueran descubridores del fuego o la rueda; los que arremeten sin piedad contra los que se muestran más humildes o tímidos, hasta reventar su credibilidad, y por supuesto, aquellos que van a su bola resbalándole soberanamente la opinión o las creencias de los demás. Parece que nunca estamos en tiempo y forma de deshacernos de estos cafres, sobre todo, porque están blindados y, además, consiguen convertirse en auténticos «influencers», con miles de seguidores incondicionales de sus soplapolleces. Reconozco que es bastante complicado enderezar aquello que lleva toda la vida funcionando y en estos tiempos muchos más, gracias a las nuevas tecnologías que todo lo pueden. La única solución posible es intentar educar generaciones críticas y eso es incompatible con lo anterior.