Gabriel Echávarri, el cuarto alcalde consecutivo (si descartamos a Miguel Valor, el breve) de la reciente historia democrática de Alicante que se sienta en el banquillo, no hubiera superado la prueba para desposarse con el César. Dada la importancia que la sociedad romana le otorgaba a la consorte del emperador, a su mujer no solo se le exigía ser honrada sino, además, parecerlo. Ayer, quien fuera la primera autoridad de esta ciudad durante casi tres años, compareció ante un tribunal para ser juzgado por un delito de prevaricación por el que, junto a otros dos asesores acusados de idéntico cargo, se enfrenta a una petición de diez años de inhabilitación. Es decir, al exalcalde se le está enjuiciando por actuar contra la legalidad (trocear contratos para no superar el importe que impide las adjudicaciones a dedo) a sabiendas de que lo estaba haciendo. Y ha dado la callada por respuesta.
Con su negativa a responder a los dos fiscales anticorrupción de la provincia que están interviniendo en este proceso (únicamente lo hizo a su abogado durante apenas cinco minutos), el exregidor ha hecho algo más que desaprovechar una oportunidad de oro para intentar demostrar su inocencia. Ha despreciado a los funcionarios que tienen encomendado el ejercicio de la acción penal pública. Y lo ha hecho, insisto, alguien que es abogado y que ha sido cargo público, lo que aún lo hace más censurable. Claro que puede argumentar que se trata de una estrategia de defensa. Pero, ¿qué más defensa de su actuación (él asegura que nunca supo nada de esas polémicas adjudicaciones) que poder explicarlo ante quienes, por encima del principio acusatorio, tienen entre sus funciones la defensa de la legalidad?
Cierto es que Julio César se acabó divorciando de su esposa Pompeya Sila pese a que ella le juró y le perjuró que la orgía a la que había asistido únicamente fue como espectadora. Pero esa es otra historia, una de romanos.
