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Malos tiempos

Hace años, en Pensilvania, un alumno me enseñó muy orgulloso el coche que se había comprado unos meses antes de empezar el curso. Era un Chevrolet Impala del 67, negro, anguloso, de formas tan estilizadas como un leopardo al acecho en mitad de la sabana. El Impala es el coche más idolatrado por los jóvenes americanos, y según me contó aquel alumno, el rapero Kendrick Lamar tenía una canción que decía: "No quiero problemas, y para eso me paseo en mi Chevy Impala". Había cientos de canciones más dedicadas al Impala, empezando por aquel himno americano de Don McLean que se llamaba "American Pie" ("Fui con mi Chevy hasta el muelle, pero el río ya se había quedado seco"). Aquel alumno era de Las Vegas y le pregunté si había hecho el tradicional viaje iniciático de un extremo a otro del continente a bordo de su reluciente Chevy Impala. "Oh, no, imposible -me contestó-. Este Chevy no tiene aire acondicionado. Y no puedo hacer 3800 kilómetros en verano sin aire acondicionado".

Cualquiera que tenga una cierta edad recordará que los coches no tenían aire acondicionado -mi padre tenía un Renault 4-4 que debía de estar fabricado con un milagroso material elástico, porque nos metíamos dos adultos y cinco niños y a veces hasta cabía un perro grande-, pero las nuevas generaciones difícilmente podrían imaginar que existieran los coches -o las casas- sin aire acondicionado o sin alguna clase de sistema de refrigeración. Para los jóvenes, lo más normal del mundo es entrar en un autobús público o en un aeropuerto o en un centro comercial y sentir al instante el impacto salvífico -déjenme usar este adjetivo modernista- que nos provoca sentir el aire helado en un día de bochorno mediterráneo. Pero en realidad el aire acondicionado al alcance de todo el mundo en una innovación muy reciente que quizá no tenga más de veinte años. En los años 60 de mi infancia, desde luego, no había aire acondicionado en ningún sitio. Quizá había un somnoliento ventilador en una repisa, o bien otro ventilador de aspas girando melancólicamente en el techo. Pero eso era todo. Y lo mismo ocurría con la calefacción. Yo he visto usar a mi abuela un extraño artefacto de bronce, relleno con el carbón del brasero, con el que calentaba las sábanas de la cama en los días más fríos del invierno. Hoy en día esos artefactos son artículos que se exhiben en los museos -ni siquiera llegan a la categoría de "vintage"-, pero para muchos de nosotros fueron reales -e imprescindibles- y tuvieron un uso cotidiano.

Lo digo porque es evidente que el cambio climático es real y que se avecina malos tiempos -basta pensar en las riadas y en las inundaciones cada vez más peligrosas-, pero no sé si nos damos cuenta de los sacrificios que habrá que emprender si de verdad queremos enfrentarnos al fenómeno del calentamiento global, tal como nos pide Greta Thunberg con lágrimas en los ojos. Porque es muy fácil gritar y protestar, claro que sí, aunque no sé si es tan fácil asumir las consecuencias de un empeoramiento en las condiciones de vida que sería inseparable de una verdadera lucha contra el cambio climático. ¿Estaríamos dispuestos a renunciar a los autobuses refrigerados, a los móviles y al uso indiscriminado de energía contaminante que ahora nos hace la vida mucho más agradable? ¿Estaríamos dispuestos a retroceder a las condiciones de vida de los años 60, cuando mi abuela cogía esa especie de cazuela con mango, la llenaba de brasas del brasero y nos planchaba las sábanas para que estuvieran calentitas? ¿Volveríamos a las botellas de agua caliente, como teníamos todos los niños cuando nos metíamos en la cama? ¿Aceptaríamos vivir en medio de una especie de estado de emergencia ininterrumpido, con cortes de suministro eléctrico, racionamiento de determinados alimentos y un estilo de vida cien veces más austero que el actual? Sinceramente, tengo mis dudas.

Lo digo porque es muy fácil sacar una pancarta y protestar contra el salvaje capitalismo depredador que está destruyendo el planeta, pero es muy difícil aceptar que nosotros mismos somos organismos depredadores que también contribuimos diariamente a la destrucción indiscriminada del planeta. Cualquiera puede acostumbrarse de pasar -como nos ocurrió a los niños de los años 60- de vivir con bolsas de agua caliente y ventiladores perezosos a vivir en un mundo lleno de compresores de aire acondicionado y de autobuses refrigerados. En cambio, hacer el camino inverso exige un temple y una resistencia -física y moral- que no parecen hallarse entre nuestras virtudes contemporáneas más extendidas. Sería bueno que no nos olvidásemos de estas verdades elementales.

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