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Pedro Rojas

Opinión

Pedro Rojas

El dinero y las tragaderas

La voz se oye nítida. Viene de arriba. Te pide que te coloques la venda y que camines. Te sientes tan pequeño, tan vulnerable, que no te cuestionas la orden. Avanzas muerto de miedo. No sabes adonde te diriges. A tu lado, a tus compañeros tampoco les va bien. Crece la oscuridad. Os tropezáis. Pedís perdón tímidamente y seguís. Es como si el movimiento fuera la única garantía de continuar vivo. Cuando llevas un buen rato sin encontrar la salida das por hecho que estás dentro de un laberinto. Te desplazas tanteando las paredes, pero nada, no hay manera de dar con el exterior. Ideas mil rutas alternativas, mil disparates, mil planes para liquidar al responsable, le buscas mil motivos al porqué envenenado que te ha metido en semejante lío. Te angustias, te agotas pensando, pero lo único en lo que no piensas es en quitarte la venda de los ojos. Las malas dinámicas tienen mucho de eso y poco de sorpresa. Se queman estadios ordenadamente, se transita por lugares comunes, por frases hechas, por discursos vacíos pronunciados cientos de veces... Resulta todo tan previsible, tan familiar, tan cotidiano, que quedan desprovistos de cualquier eficacia a corto plazo. Por eso cuesta tanto revertirlas, pero eso es tan sencillo sucumbir a ellas.

Todas las decisiones tienen consecuencias y saber aceptarlas es el primer paso. Quienes sienten al Hércules como un apéndice de su alma se han resignado al hecho probado de que a su club no le va bien ni cuando le va bien. Pero este rasgo descorazonador no se debe a que el destino le tenga especial inquina a la entidad, es simplemente porque quienes lo dirigen nunca se dicen la verdad entre ellos. Controlan los designios de un equipo, pero no se comportan como tal. En algunos casos ni se soportan. Han establecido entre ellos vínculos de mera supervivencia en la que no manda más el que más sabe, sino el que más dinero aporta. Nadie se fía de nadie, nadie delega en nadie, y aunque a veces se den cuenta y traten de disimular, al final siempre se impone la esencia del despropósito, la que está en su naturaleza.

Los mismos que ningunearon al director deportivo renovando al entrenador en el que ya no confiaba, han dinamitado el proyecto en menos de cinco semanas. Sin sonrojarse, sin pestañear. Y los argumentos que valieron en su día para fichar al técnico (experiencia en la categoría, conocimiento del grupo, estilo futbolístico...) se retuercen ahora para poner la resurrección del vestuario en manos de alguien que representa todo lo contrario. Deslizan que es una apuesta personal de Javier Portillo y así le obligan a recoger el escudo que orgullosamente les sostenía Planagumà. Él será el siguiente contra el que arrecien las críticas porque la grada, cuando estalla, expresa su hartazgo adoptando un patrón canónico.

Jesús Muñoz está dentro. Llega en la ola mala, en el pico bajo que se repite con carácter cíclico en la idiosincrasia blanquiazul desde hace cuatro concursos de acreedores. Comparte con su predecesor la dialéctica, el relato, la actitud, el mensaje que quiere trasmitir... pero, a diferencia del preparador barcelonés, a él no le van a servir de nada las palabras, ni las bonitas ni las otras, no le van a esconder las carencias tácticas (en el caso de que las tenga), no le van a abrir de par en par la puerta del herculanismo. Él va a necesitar resultados inmediatos, y no unos aislados, más bien en cadena, en cascada. Los va a tener que lograr con unos futbolistas plagados de contradicciones, fichados para estar arriba, que ven al recién llegado como un intruso, que están muy poco acostumbrados a bregar en el barro, descabezados, paralizados por el miedo al fracaso que se apoderó de ellos tras el 0-1 de la Ponferradina y del que no se libran ni a tiros; cuestionados en su mayoría -los veteranos y los nuevos- por el bajo rendimiento ofrecido hasta la fecha.

Los mismos que apostaron por los beneficios mágicos de la continuidad se quedaron sin paciencia con idéntica irracionalidad súbita. El destino del Hércules no está escrito, sencillamente está en manos de un empresario que no distingue entre la propiedad y el amor propio, que está convencido de que todo en el mundo se arregla con dinero, que no acepta más normas que las suyas, que jerarquiza el universo en torno a su figura, que encadena socios a los que solo les exige dos cualidades, que tengan dinero... y tragaderas.

Y en medio de todo, el joven Javier, que dio gusto al entrenador que no quería que continuara fichándole buena parte de los nombres que éste le sugirió los pocos ratos que compartían juntos. Con todos estos mimbres tiene que lidiar el discípulo de Paco Jémez, que ha saltado al ruedo sabiendo que no le servirá una faena de aliño, que ya solo quedan dos puertas: la Grande... o la de la enfermería del sótano.

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