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Un espejo de la sociedad

La sobreprotección de los padres, esa angustia malsana y permanente, tiene mucho que ver con la crisis cultural que padecemos

Cada año conozco en mi trabajo a alumnos extraordinarios: jóvenes que escriben tesis doctorales sobre Biología sintética en alguna de las mejores universidades del mundo, que colaboran en proyectos para la NASA, que estudian Ingenierías, Física, Matemáticas etc. Que leen a T. S. Eliot y a Tocqueville, a Shakespeare y a Homero. Son casos excepcionales -lo son, al menos, en mi entorno- que han sabido aprovechar como nadie el inmenso abanico de posibilidades que ofrece la globalización.

Han disfrutado de una serie de ventajas con las que nosotros difícilmente habríamos podido soñar: sus colegios están mejor dotados que los nuestros, han tenido a su disposición una red de bibliotecas públicas, dominan varios idiomas y por lo general han viajado más, aunque sólo sea gracias a Internet. Como ya sucedía en el pasado, muchos de ellos han contado con el apoyo de un entorno cultural y familiar favorables: padres que llevan a sus hijos a museos, que compran libros, que se los leen en voz alta; que pueden ofrecerles refuerzo escolar si lo necesitan, que contratan clases particulares de Inglés; que escuchan, hablan, ponen límites, exigen y abren horizontes posibles para la imaginación de los niños. No todos han disfrutado de estas ventajas, por supuesto, pero sí muchos. Y sospecho que cada vez más, a medida que las sociedades occidentales se fracturan en una constelación de identidades enfrentadas.

Andreu Navarra acaba de publicar un libro interesante sobre la situación educativa actual: Devaluación continua (Ed. Tusquets, 2019), donde descree de las teorías para centrarse en su propia experiencia como profesor de Literatura en institutos de Cataluña. Traza un retrato que tiene mucho de distópico, aunque no reniegue de la esperanza. En su cuadro aparecen clases enteras de colegiales que no desayunan por la mañana o no comen a mediodía. O que se alimentan sólo con Donetes y Doritos. Chicos que no quieren -o no saben- atarse los cordones de las zapatillas, que han perdido la capacidad de concentrarse, que carecen del léxico suficiente para poder seguir el temario...

No soy profesor, pero sé de qué habla porque lo he visto con mis propios ojos. Al igual que he conocido en mi trabajo a un buen número de estudiantes extraordinarios, también he conocido a muchachos de primero de la ESO que leen a duras penas, que no saben multiplicar, que viven bajo el estigma de una violencia que no logran controlar cuando se sienten frustrados. He conocido a profesores que me pedían salir por la puerta de incendios para que sus alumnos no descubrieran cuál era su coche. He conocido a docentes a los que niños de once y doce años los apedreaban al salir del trabajo. He conocido sobre todo a chicos con la voluntad rota, sin ilusión ni esperanza, movidos a veces por la rabia y otras por una apatía incomprensible. Sé que esta es una realidad que se asemeja mucho al nihilismo en un estado avanzado de descomposición. Y a veces pienso que la sobreprotección de los padres, esa atmósfera de angustia permanente y malsana, tiene mucho que ver con esta situación. Andreu Navarra nos diría que hay que ser ciegos para no verlo.

Ahora que empieza el curso, me gusta pensar en estos alumnos -los extraordinarios y los que no lo son- como víctimas todos ellos de una crisis cultural inaudita, que les apela crudamente aunque todavía, quizás, no sean conscientes de ello. También nos apela nosotros de forma directa. Porque al final la escuela no es nada más que un espejo de la sociedad.

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