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Los dioses

Le preguntaron en una ocasión al filósofo Gregorio Luri si todavía existen los dioses y el sabio navarro contestó asintiendo que los dioses son aquellos temas de los que nadie se atreve a reírse. No en público, desde luego, ni ante el ciudadano bienpensante que todo lo juzga con rigor. Sin embargo, tan pronto como las creencias florecen, se bifurcan y llegan los cismas y las herejías. Es lo que ha sucedido estos últimos meses en Cataluña con las consecuencias del juicio y la evidente mutación que ha supuesto el procés para el catalanismo. De hecho, si hacemos caso al historiador Vicente Cacho Viu, el nacionalismo catalán constituyó uno de los grandes ejes de modernización de la cultura española a principios del siglo XX, siendo el otro Ortega y la Institución Libre de Enseñanza. El catalanismo aspiraba a prefigurar un nuevo demos que uniera un pasado medieval mitificado con el esplendor de la burguesía europea -los ojos puestos en París-, en una época que experimentaba la efervescencia de los nacionalismos. Y, por supuesto, algunos de sus logros fueron notables, como lo fueron -en el flanco opuesto- los del institucionismo y las distintas corrientes ilustradas del regeneracionismo español, según explicó en su momento José Castillejo.

Pero hablamos de hace tiempo y no de la actualidad. En parte porque el futuro -nuestro presente- no fue tan risueño como se pretendía o se soñaba. El gran mito de los últimos treinta años, una vez inaugurada la democracia en el 78, fue una Europa convertida en horizonte de progreso. Aunque también en crisis, también cuestionada. Cabe preguntarse si pudo ser de otro modo en algún momento. Quiero decir si el catalanismo pudo ser algo distinto a un nacionalismo. Y también si es posible un nacionalismo que no responda a algún tipo de marcador etnolingüístico. Personalmente lo dudo, aunque puedo estar equivocado. En todo caso, se trata de un debate que desborda con mucho el espacio del columnismo, siempre apegado a la inmediatez de la actualidad. Y tanto el presente europeo como el español y el catalán se encuentran definidos por unos dioses de los que nadie se atreve a reírse, pero que se separan y dividen. Si los consensos de la Transición se han roto peligrosamente, también el independentismo catalán empieza a responder a un patrón similar: segmentado interiormente, enfrentados los maximalistas del todo o nada con los pragmáticos de lo posible.

Nada, sin embargo, apunta hacia una Cataluña normalizada. Ni a corto ni a medio plazo. La política actual parece haber dado la espalda a los marcos racionales para dejarse llevar por los fluidos emocionales: el miedo, la desconfianza, el rencor, la sospecha. Se trata de un fenómeno global que se agrava allí donde los muros de contención han realizado peor su cometido. Nos guste o no, nos vemos abocados a una especie de segunda transición que requerirá afanes constructivos antes que recetas dogmáticas y labores de zapa y destrucción. Que el cuerpo central del catalanismo haya optado por la narrativa instintiva del populismo es la peor de las noticias. Y que la política española replique con una estrategia cortoplacista de daño continuo a las instituciones y trabas a los pactos de gobierno no supone tampoco una buena noticia. Todo ello pone de manifiesto hasta qué punto nuestras élites han perdido el sentido de la responsabilidad para alimentar solo el demonio del poder, que es el peor de todos.

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