Hace un siglo, el final de tres décadas de alternancia entre los dos partidos hegemónicos desembocó en tres elecciones generales consecutivas y en la formación de un sinfín de gobiernos de muy corta duración, produciendo constante inestabilidad. También treinta años después de sucederse en el ejecutivo español dos formaciones preponderantes, enfrentamos una coyuntura similar, con amenaza de nuevos comicios -los cuartos en cuatro años-, y con un gabinete en funciones incapaz de abordar las reformas inaplazables que precisa el país.

En ambos momentos históricos, el desconcierto y la parálisis nacional compartieron origen: la presencia en el panorama electoral de nuevas ofertas, como consecuencia de cismas en las opciones clásicas o de dificultades para renovar a sus cuadros dirigentes. Aunque existan diferencias entre estas épocas, coinciden en la incertidumbre derivada de la fragmentación política, así como en sus aciagos efectos para la gobernabilidad de la nación.

El ocaso de las dos experiencias bipartidistas que hemos tenido ha arrojado esos resultados tan poco alentadores, pese a que respondan a dinámicas impecablemente democráticas. Los períodos más prolongados de estabilidad han estado ligados en la España contemporánea al relevo de propuestas mayoritarias y antagónicas que aglutinaban a los votantes, procurando avances sosegados y previsibles, además de inclusivos ideológicamente, debido a ese reemplazo encadenado de administraciones de distinto signo.

Tratando de retornar a ese escenario, quienes peor han superado su regeneración interna y padecen los mayores estragos de la atomización electoral se plantean ahora fortalecer sus expectativas por medio de apresuradas alianzas con sus disidentes, renunciando a liderar en solitario una renovada apuesta y sin aguardar al presumible declive de aquellos que no logran ni ponerse de acuerdo entre sí o de sugerir cosas sensatas. Bajo una misma marca o en coalición, la tendencia pasa hoy por concentrar el voto formando una única lista que reúna a este sector conservador del electorado.

En el lado opuesto tampoco se han librado de plantar cara a serios aprietos. Y los han conseguido sortear empleando la máxima vaticana de Roma locuta, causa finita, o lo que es igual: su tradición gregaria les ha vuelto a llevar a cerrar filas tras sus peloteras internas, dejando escasos resquicios a la discrepancia. Su estrategia para erigirse en la casa común de la izquierda va camino de hacerse realidad, no tanto por méritos propios sino por la deriva de los que han transformado una utopía en la lucha intestina por unas cuantas alfombras ministeriales.

Tal y como evolucionan los acontecimientos, pues, no parece descartable una paulatina vuelta al mal menor del turnismo ante esta etapa cargada de pirotecnia, de marasmo, de falta clamorosa de sentido de Estado y de una profunda decepción protagonizada por quienes venían a redescubrir océanos y no han sido capaces de salirse del cansino guion de las ocurrencias.

Sin ser ninguna panacea -ningún sistema lo es- regresar al bipartidismo puede al menos aportar la tranquilidad institucional que necesitamos para abordar los retos del país en un mundo cada vez más complejo, aparte de devolvernos al régimen que funciona a las mil maravillas en las más veteranas democracias del planeta, vacunándonos frente a experimentos que solo provocan espectáculo y atraso, como se ha acreditado en nuestra historia reciente y acabamos de repetir.