Como sin duda sabe el lector anteayer se recordaron dos acontecimientos que han marcado la historia de los siglos XX y XXI que tuvieron en su momento una repercusión tan inmediata -en pasado ahora que escribimos sobre ello- que el futuro ya no nunca fue lo mismo. Ha ocurrido varias veces en la historia. Hechos de cualquier clase que marcan indefectiblemente el devenir de uno o más continentes durante varias generaciones.

El primero es el de los atentados del 11 de septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas de Nueva York, uno de los emblemas de esta ciudad cuya destrucción de una manera tan trágica con la muerte casi inmediata de 3.000 personas hizo tambalear seriamente a la sociedad norteamericana. Se ha dicho que EE UU supo aquel día que era un país odiado en buena parte del resto del mundo. Por primera vez en su historia había sido atacado en su territorio si exceptuamos Pearl Harbour en 1941. Resulta indudable el éxito que los terroristas obtuvieron haciendo estrellar dos aviones llenos de combustible y pasajeros cuando las televisiones y radios comenzaban su jornada laboral. Recuerdo haber visto en directo el impacto del segundo avión y que, durante segundos, al igual que la presentadora del telediario de las 3 de la tarde de TVE, Ana Blanco, no supe interpretar lo que estaba viendo. Estaba seguro de que había sido un accidente, es decir, que un avión con problemas técnicos se había estrellado contra una de las torres cuando de repente, y con la imagen en directo, vi llegar otro avión por un lado de la pantalla y chocar contra la Torre Norte. Es una sensación que he tenido pocas veces en mi vida. Me refiero al hecho de que mi cerebro no haya sabido interpretar lo que veía a pesar de tenerlo delante y de poder tomarse unos segundos para hacerlo.

A pesar del tiempo transcurrido tengo la sensación de haber vivido los ataques del 11S ayer mismo. Algo que ha comenzado a ocurrir según me he hecho mayor. Me refiero a que determinados acontecimientos pasados de mi juventud puedo recordarlos casi con detalle pero acciones cotidianas las olvido rápidamente. Tengo la teoría de que nuestro cerebro no está preparado para morir, de que no entra entre sus planes dejar de existir algún día y que por ello va recabando momentos vividos para aferrarse a seguir viviendo hasta el infinito.

El segundo de los acontecimientos a los que me refería al principio fue el golpe de Estado ocurrido en Chile en 1973 -también un 11 de septiembre- para derrocar a su legítimo presidente, Salvador Allende. Traicionado por la práctica totalidad de las fuerzas armadas del país, así como por toda la policía, el golpe terminó con el suicidio de Allende en su despacho del Palacio de la Moneda con el mismo arma con el que hasta unos minutos antes había estado disparando contra los militares golpistas desde la ventana e incrédulo por el hecho de que nadie hubiese ido a defender la democracia. Lo que no se imaginaba Allende es la terrible campaña de represión, torturas, asesinatos y desapariciones que un gobierno ilegítimo dirigido por el genocida Augusto Pinochet iba a poner en marcha al día siguiente de alzarse con el poder. Con el inestimable apoyo de EE UU y de las empresas norteamericanas que llevaban años dirigiendo y beneficiándose de la rica minería chilena y, por supuesto, de la jerarquía católica chilena, los militares se hicieron con el poder para borrar y hacer desaparecer a tres grupos sociales que, al parecer, eran los principales enemigos de la «patria» chilena: los estudiantes, los sindicalistas y los maestros. Pocos quedaron con vida para poder contar las atrocidades que les hicieron. El golpe de Estado en Chile condicionó la historia de América Latina. Hubo otros golpes, pero ninguno tuvo la misma repercusión. El futuro tampoco fue lo mismo.

A veces sueño que regreso a alguna de las aproximadamente quince casas en las que he vivido. Recorro habitaciones y pasillos vacíos deteniéndome en algún objeto que cuando me despierto me sorprendo por lo exacto del recuerdo, como si de verdad lo hubiese vivido otra vez. De repente, oigo voces al final del pasillo y veo entrar a mis padres -más jóvenes de lo que yo soy ahora- acompañados de mis hermanos y de mí. Me quedo en medio esperando que me vean y que me pregunten qué hago yo ahí. Otras veces asumo con naturalidad que van a saber que he regresado siendo mayor para volver a ser otra vez el niño que tengo delante. Pero nunca me ven ni me oyen. Mi mente, una vez más, me ha vuelto a engañar haciéndome creer que formo parte de su autónoma existencia, de ese bucle al que regresa una y otra vez en su deseo de sobrevivir a mi futura muerte. Observo a mi familia y a mí mismo de niño preparándose para cualquier acto cotidiano y aunque me hago notar nunca me ven. La razón es muy sencilla. Yo hace mucho tiempo que me he ido.