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Los buhoneros de la política: de Hobbes a Trump

Corey Robin aborda la arquitectura institucional de la desigualdad en La mente reaccionaria

Cómo vender la legitimidad de la dominación existente, personal u oligárquica, a la sociedad que la padece, es el falso elixir ideológico de los buhoneros conservadores acerca de los que trata La mente reaccionaria, del profesor estadounidense de Ciencia Política Corey Robin, que empieza con Thomas Hobbes y acaba, no sin cierto oportunismo editorial, con Donald Trump. Por supuesto, también la izquierda tiene sus propios buhoneros e idéntico afán de poder. La gradual aceptación por la derecha de la entrada de las masas en el escenario político la hizo consciente de la necesidad de incorporar -simbólicamente, claro está- a las clases sociales medias y bajas al estatus de la clase dominante. El camino previo pasa por el populismo, mientras que el camino posterior conduce a un feudalismo democrático. La tarea del populismo consiste en apelar a las masas sin perturbar el poder de las élites. En términos generales, conseguir que los privilegios sean tolerados, escribe Robin, es un proyecto permanente de todas las formas de conservadurismo, si bien cada generación de ideólogos conservadores debe adaptar ese proyecto para que encaje en el contexto de su época. Un gran estudioso de la sociología del pensamiento, Karl Mannheim, afirmaba que a los conservadores nunca les ha entusiasmado la idea de la libertad, pero a veces, cuando ha sido conveniente, en lugar de atacarla, han hecho de ella la tapadera de la desigualdad, y de la desigualdad la tapadera de la sumisión. El argumento es el siguiente: a) las personas son desiguales por naturaleza; b) la libertad exige que se les permita desarrollar sus dones desiguales; c) una sociedad libre debe ser, por consiguiente, una sociedad desigual, compuesta de individuos radicalmente distintos y dispuestos de forma jerárquica. Porque para el conservador la jerarquía es orden, aunque ello descanse sobre la existencia de órdenes particulares. Más aún: la desigualdad es una condición necesaria de la excelencia. Por las páginas de esta obra desfilan figuras señeras del pensamiento, como Thomas Hobbes y Friedrich Nietzsche, pero también gentes de menos lucido pelaje, como Ayn Rand, Barry Goldwater o Donald Trump. Se me disculpará que haya incluido, con consciente temeridad, a Hobbes dentro de la nómina de los buhoneros. Soy, desde hace muchos años, lector apasionado de este eximio fundador de la teoría del Estado moderno. Hobbes, señala con razón Robin, buscaba desatar el vínculo republicano entre la libertad personal y la posesión de poder político, defendiendo que los hombres podían ser libres en una monarquía absoluta. Ahora bien, el resultado no fue "una nueva versión de la libertad con la que todavía hoy seguimos en deuda", como sostiene Corey Robin, sino una imposible cuadratura del círculo completamente evidente para cualquiera que lea la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. El Estado soberano, el omnipotente Leviatán, es, ciertamente, una condición indispensable para la seguridad y la libertad, pero también su potencial y terrible enemigo si no posee la adecuada estructura constitucional. Esto fue lo que, en una época de guerras civiles, no supo ver el angustiado Thomas Hobbes, y sí, en cambio, un poco más tarde, John Locke. En cuanto a Nietzsche, aparece aquí como un defensor del elitismo y la desigualdad. Robin destaca una de las fuentes de su descontento con la religión: ésta habría transmitido a la modernidad una idea de lo que entrañaba la moralidad (falta de egoísmo, universalidad, igualdad) que sólo el socialismo y la democracia podían considerarse capaces de cumplir. Pero mientras que la respuesta de Nietzsche a semejante ecuación era cuestionar el valor de la moralidad, economistas como Mises y Hayek hicieron del mercado la verdadera expresión de la misma. Una obra, en suma, verdaderamente interesante y de gran riqueza temática. Baste decir que dedica todo un capítulo al "originalismo" del juez de la Corte Suprema norteamericana Antonin Scalia en la interpretación del vetusto texto constitucional de 1787. Opuesto a la idea de una "Constitución viva" de los jueces de izquierda, que conducía a "un carnaval constitucional" y a una alegre y desconsiderada invasión del poder legislativo, Scalia decía que al atar al juez a un texto que no cambia, el "originalismo" ayuda a conciliar el control jurisdiccional de la constitucionalidad de las leyes con la democracia, lo que nos protege del despotismo judicial. Tenía razón, y Tocqueville se la hubiera dado. Otra cosa es que ese planteamiento favoreciera el statu quo en materia social y política, pero el cambio ha de venir siempre de la voluntad popular y no del poder judicial.

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