Si hay algo que nos supera y juega en nuestra contra es el desorden. El funcionamiento óptimo, ya sea social, político, económico o de cualquier otra índole, debe ser entendido dentro de lo sistemático y lo normativo. Lo caótico es inverso al orden y tiende a la destrucción, o como mínimo, a la desestabilización. Vivir en desequilibrio es un atentado contra la razón porque corrompe la convivencia y el estado del bienestar. Entender y defender la armonía es un valor que habría que promocionar desde todas las instituciones. Las rupturas siempre conllevan desasosiego y enfrentamiento, oídos sordos, pasiones encendidas y emociones desquiciadas, que suelen desembocar en lo irracional. Ese escenario es el que consigue que los encabronados cometan errores irreversibles, que muchos aplaudirán y muchos otros lamentarán, pero la consecuencia será un desenlace desastroso para todas las partes en disputa.

En España se sigue trabucando independencia con libertad, posiblemente a propósito por parte de quienes luchan por la primera, teniendo la segunda asegurada. Sentirse civilizado no es serlo, hay que ser consecuente con ello. Por eso, no es entendible ni asumible que los que manejan los poderes del Estado no tengan la suficiente racionalidad para confrontar ideas sin desestabilizar el sistema, porque sin un sistema aceptado y consensuado por la mayoría, la convivencia es confusa y abigarrada.

Es una irresponsabilidad mayúscula y un error histórico dividir a la ciudadanía en bandos enfrentados sin tener previamente preparados los elementos necesarios para efectuar un cambio drástico, como es, por ejemplo, la independencia de un territorio, de una forma coherente y sensata, sin haber analizado pormenorizadamente todos y cada uno de los condicionantes que entran en juego en una posible secesión.

Es insensato intentar esquivar la ley, como también lo es la excesiva parsimonia a la hora de encontrar una salida aceptable para todas las partes de un conflicto. Las leyes están para ordenar la estructura social, pero no han de ser rígidas e inamovibles, se han de adaptar a las circunstancias de cada momento histórico, para que pueda fluir sosegadamente un nuevo orden social si así lo quisiera la mayoría.

Las situaciones extremas propician que los grupos más radicales se alimenten del desconcierto y persuadan de que es mejor vivir fuera del sistema establecido, llamando a la desobediencia civil. Arropados en esta forma singular de pensar pueden crear una entropía social que los legitime para hacer de su gobierno una tiranía democrática, es decir, un esperpento político en toda regla. Mientras tanto, millones de ciudadanos se quedan en el más absoluto de los desconciertos.