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Desprecio por el Parlamento

Lo que ocurre últimamente en el Reino Unido con el debate en torno al Brexit es la manifestación más clara del desprecio que parece sentir una minoría radical de políticos tories por la institución y las más elementales normas parlamentarias. El mismo desprecio, por cierto, que manifiesta el presidente Donald Trump por el Congreso de EE UU. Roza el escarnio que unos dirigentes multimillonarios educados en las escuelas y las universidades más elitistas del país se llenen la boca hablando de «democracia» y de la necesidad de respetar lo decidido mayoritaria y libremente por los ciudadanos. Y ello después de que esos mismos políticos alimentasen durante años a un electorado demasiado crédulo con sus continuas mentiras y exageraciones sobre el supuesto vasallaje al que la Unión Europea tiene sometido al que fue hasta hace algo más de medio siglo un orgulloso imperio.

El hoy primer ministro, Boris Johnson, elegido para ese puesto sólo por una minoría de sus correligionarios tras la dimisión de la infortunada Theresa May, hizo su carrera periodística como corresponsal en la capital comunitaria escribiendo diariamente las mayores y más ridículas falsedades sobre la Unión Europea. En sus colaboraciones para el The Daily Telegraph y como director del semanario igualmente conservador The Spectator, Johnson se dedicó durante años a burlarse, sin el mínimo respeto a la verdad, de los «burócratas» de Bruselas. Y les atribuyó decisiones tan esperpénticas como la de intentar crear una policía para vigilar el tamaño y la curvatura de las bananas o la de imponer una medida única para los féretros en todos los países de la Unión Europea.

Ya lanzada la campaña en torno al Brexit, continuó Johnson su ristra de mentiras como la de la inevitabilidad del ingreso en la UE de Turquía, con sus 76 millones de ciudadanos, o la más sonora de todas: los 350 millones de libras semanales que se ahorraría el Reino Unido en cuanto abandonase el club de Bruselas. Millones que, según Johnson, se dedicarían a mejorar el National Health Service, esa sanidad pública que, al igual que otros servicios financiados por el contribuyente británico, los «tories» intentaron asfixiar económicamente en beneficio siempre del sector privado.

Mentiras y nuevas mentiras como la de que el gobierno de radicales que ha formado busca desesperadamente un acuerdo de última hora con Bruselas cuando su mefistofélico asesor, Dominic Cummings, fue sorprendido diciendo en una conservación privada, aunque él mismo lo negase luego, que las negociaciones eran solo «una maniobra de distracción».

Nada parece preocupar a los fanáticos del Brexit: ni siquiera los problemas que pronostican los expertos en el suministro de medicamentos que podrían salvar muchas vidas en el caso de que el Reino Unido salga sin acuerdo del club de Bruselas.

Desde que llegó a Downing Street, Johnson no ha dejado de comportarse como un déspota al que no le ha importado retorcer o violar las leyes, expulsar del partido a quienes no le siguen, lanzar al pueblo contra el Parlamento para acabar suspendiendo al legislativo durante el tiempo necesario para tener las manos libres y sacar al país de la Unión Europea en la fecha por él prometida. Una posible salida del actual caos parlamentario habría sido la presentación de una moción de censura contra Johnson, seguida de la elección del laborista Jeremy Corbyn al frente de un gobierno provisional apoyado por toda la oposición y los disidentes del partido tory. Algo, sin embargo, que no ha prosperado por culpa, entre otras cosas, de la demonización que han hecho muchos, incluidos algunos de sus propios correligionarios, del líder de la oposición, al que reprochan desde su pasado trotskista y su tolerancia de un supuesto antisemitismo en el partido hasta sus propias vacilaciones en torno al Brexit.

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