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Vuelva usted mañana

Muerte civil sin condena

Imaginemos por un momento que fueran ciertas las acusaciones contra Plácido Domingo, que en verdad hubiera cometido actos, que algunos califican de acoso sexual, pero que en su totalidad son irrelevantes penalmente conforme a lo narrado. Imaginemos, lo que cuesta poco hacer por ser una realidad, que estamos en un mundo en el que la presunción de inocencia ha desaparecido y la persona, el ser humano, perdida su dignidad, se ha puesto en manos de ideologías totalizantes que proclaman sus reproches morales elevándolos a la categoría de actos de lesa humanidad. Imaginemos que no es necesario que ningún tribunal condene, bastando con la palabra, sospecha o reprimenda de sujetos y grupos creadores de una ética única. Imaginemos, pues, que, pasando y aceptando todo eso, que habría que asumir como presupuesto para llegar donde se ha llegado, se establece por el tribunal popular de lo correcto, que Plácido Domingo, hace treinta años, fue malo, pecó contra mujeres no identificadas mediante actos tampoco definidos más allá de sentimientos, siempre subjetivos, pero no delictivos, de apreciaciones a su vez derivadas de percepciones muy particulares, no siempre generales. Porque eso es lo que se ha denunciado hasta ahora, nada más.

Imaginemos, no obstante, lo dicho, que ya está condenado y confirmada su culpa. Porque, a partir de ahí, lo que casi nadie se ha cuestionado es la razón por la cual el inmoral, solo inmoral conforme a esa moral impuesta por un sector social un tanto desquiciado, no compartible en sus desvaríos múltiples, debe ser inhabilitado de por vida para ejercer su profesión y expulsado de la vida, así como negadas su honra y honor. Nadie se ha preguntado, antes al contrario, parece ser asumido sin ningún inconveniente, que el condenado ha de ser apartado de la vida pública a perpetuidad, como un leproso en tiempos remotos. La peligrosidad social es elevada a categorías que solo los nazis llevaron más lejos; ni siquiera el franquismo llegó hasta ahí en sus reproches a los que catalogaba como peligrosos sociales. El castigo perpetuo se impone por la cohorte de inquisidores modernos, tristes censores y liberticidas, a quien atente contra los valores morales de una moralidad basada en criterios tan rígidos, que ni siquiera los peores dictados de la inquisición llegaban a comparársele. El pecado laico castigado con penas absolutas y sin perdón posible. La confesión, que se busca con tanto o más ardor con que lo hacía Torquemada, agravaría la situación ante las hordas de la moral absoluta que, vistas sus consecuencias y la afectación al sistema democrático y la dignidad de todos, no solo de unos, no es moral, sino amoralidad, falta de principios y autoritarismo que encierra, como sucede siempre, repudios y rechazos basados en criterios espurios.

Ningún delito de los previstos en el Código Penal comporta una inhabilitación a perpetuidad. Ningún delito conlleva la exclusión social eterna e imprescriptible, el deshonor publicitado, la destrucción de la memoria y la fama del afectado. Ni siquiera el terrorismo. Sin embargo, en este mundo que estamos creando por acción unos, los menos y por omisión y obsecuencia los más, por cobardía y falta de prudencia, por aquietamiento ante la barbarie, lo normal empieza a ser la muerte civil del señalado, no condenado legítimamente y solo por afectar a valores que alguien ha determinado que son absolutos en su misma configuración, imperdonables los actos cometidos en su contra al margen de su gravedad y siempre sujetos al tribunal social de los agitadores de la represión, los que babean ante el castigo y el sambenito de los muertos en vida que van dejando cual reguero de su radicalidad, que expresa torpeza ética.

La desproporción entre el acto y la sanción es brutal. El castigo, intolerable. La legitimidad del tribunal represor, inexistente. El temor social, el miedo a ser señalado como fascista o machista, síntoma de la debilidad de una sociedad que debe frenar antes de explotar en sus absurdos medievales recuperados y su amor por el autoritarismo, ya no disimulado siquiera. El miedo, cuando impera socialmente, borra todo rastro de libertad. En este se han basado todos los regímenes totalitarios en sus inicios y su implantación.

El problema es serio cuando la moral se impone al derecho y la condena social es superior a la jurídica proveniente de los tribunales. Los laicistas, que promueven un Estado desligado de dogmas, no rechazan estos, ni la idea de lo absoluto, ni su imposición mediante el uso de la fuerza si es necesario. Los laicistas, vistos sus métodos, son creyentes fanáticos de «su» moral, que consideran superior, indiscutible y que se traduce en la anulación e interdicción de la religiosa para sustituirla por los dogmas llamados laicos, pero que son y se comportan como principios irrefutables cuando no lo son, ni por su entidad, ni por su experiencia. Demostrado queda cada vez más.

Habrá que reaccionar y situar de nuevo, como sucedía hasta hace poco, la moral en su lugar y la ley en el que le corresponda. Confundir estas cuestiones básicas nunca ha triunfado y tras un tiempo de gloria llega siempre la reacción, tan radical como lo que la provoca. La historia ofrece lecciones que bien haríamos en aprender.

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