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Crisis de opiáceos

EE UU acumula en las dos primeras décadas del siglo XXI más muertos por analgésicos que en la época más virulenta del sida

Hay una tensión difícil de equilibrar entre el bien común y la libertad individual. El éxito que ha tenido el ser humano como especie se debe, entre otras cosas, a la cesión, voluntaria o impuesta, de buena parte de su libertad. Cesiones que a la vez nos hacen más libres, pues resuelven muchas de las necesidades de manera que podemos desarrollar más y mejor nuestros potenciales. Mientras, siempre ha habido una reivindicación de la libertad individual que llega al extremo entre los llamados anarquistas liberales. La responsabilidad del individuo frente a la del Estado. La crisis de los opiáceos explora esta tensión.

El dolor suele ser una manifestación fisiológica de daño corporal, pero no siempre tiene un objeto o beneficio. Controlarlo se constituye en un fin en sí mismo. Los primeros medicamentos que surgen en la segunda mitad del XIX fueron contra el dolor: la anestesia, la aspirina, los derivados del opio. Pero el uso de analgesia de manera sistemática es algo reciente en medicina. Primero se conquistó el dolor posquirúrgico mediante el establecimiento de protocolos. Más recientemente nos enfrentamos con el dolor crónico. Aparecen especialistas en el dolor y las opciones terapéuticas se multiplican.

El dolor se intenta constituir como un nuevo signo vital, junto con la fiebre, respiración, tensión arterial, pulso y equilibrio hídrico. Se denuncia el descuido por parte de los profesionales de esta importante limitación del bienestar, y las conferencias, artículos, simposios sobre el dolor se centuplican. La farmaindustria, que ve una mina para su negocio, emplea fondos en buscar nuevas presentaciones de los analgésicos y convencer a los médicos de la necesidad de recetarlos. Financia cursos, congresos, hacen visitas a los potenciales recetadores con sutiles y potentes estrategias de marketing.

En las dos primeras décadas del siglo XXI la mortalidad por opiáceos en EE UU fue de tal dimensión que produjo un descenso en las expectativas de vida. Murieron por esta causa más personas que por el sida en los momentos más virulentos de esta enfermedad. La alarma social ha conseguido que se moderara el uso, pero el mal ya está hecho.

Hoy, cientos de miles de americanos sufren la dependencia. Por qué en ese país ha prendido de esta manera la epidemia, es difícil de saber. Son contagios sociales que se aprovecha de una vulnerabilidad. Por qué en España se produjo en los últimos años del siglo XX esa epidemia de sida por contagio con jeringas, sin parangón en otros países europeos. Quizá se deba a la tendencia en nuestro país al gregarismo, a la necesidad de ser aceptado en el grupo. Mientras quizás en EE UU la intolerancia al dolor y el refugio en los opiáceos se deba a la exigencia que impone la sociedad al individuo de controlar y dirigir su vida.

En ambos casos, es el individuo el que toma la decisión, bien de comprar opiáceos del mercado negro, y compartir jeringa, bien de obtenerlos en la farmacia con receta. Pero, ¿cuál es la responsabilidad de la sociedad?

En el primer caso son bien conocidos los esfuerzos que hizo para controlar el problema: información, educación, distribución de jeringas, programas de deshabituación. En el segundo, las cosas son más interesantes. Porque aquí hay al menos dos partes que pertenecen al sistema formal que están implicadas: la farmaindustria y los médicos recetadores.

La farmaindustria invirtió importantes sumas en este filón. Una compañía, Johnson and Johnson, compró grandes extensiones de terreno para plantar la amapola, incluso desarrolló especies que producen nuevos opiáceos. Ese flujo de materia prima tenía que ponerse en el mercado. Y para ello no solo desarrolló nuevos y más sofisticados fármacos, también planeó potentes estrategias de marketing dirigidas a los médicos y los consumidores.

Aunque aparentemente el primer objetivo de la farmaindustria es poner a disposición del enfermo el medicamento sanador, realmente lo que les mueve es la cuenta de resultados. Y si para ello tienen que crear falsas o supuestas necesidades, no pocos se precipitan por ese camino. El tratamiento del dolor, que es algo subjetivo, que se vive de muy diversas maneras, se presenta como un objetivo fácilmente alcanzable. Y si además esos tratamientos con opiáceos proporcionan bienestar mediante una anestesia de otros dolores emocionales o colma vacíos existenciales, se convierten en una panacea para afrontar una vida exigente sin apenas apoyos. Así que personas frágiles, y no tanto, cayeron en esas redes que proporcionan en las primeras fases un confort antes nunca sentido.

Si es una decisión libre del individuo, urgido por necesidades, las que sean, y está ratificada por un médico, o quizá facilitada o empujada, ¿qué tiene que decir un juez en el país de la libertad personal

Pues tiene que decir, y mucho. Y lo ha dicho. Hay varias condenas a la farmaindustria. Porque, argumentan, vendían, a sabiendas, más de lo que en el peor de los escenarios se precisaba. Y porque las estrategias de marketing poderosas lograron convencer con argumentos retorcidos a los médicos y pacientes de su utilidad y necesidad y ausencia de riesgos. La responsabilidad de la sociedad es evidente.

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