Los estudiosos de la conducta de las distintas especies -los etólogos- llamaron «imprinting» a la huella que dejaban en el sistema nervioso ciertas acciones cuando se realizaban por primera vez, normalmente durante los periodos de aprendizaje. Esa huella tenía efecto en el individuo y por medio suyo en el grupo que a su vez la transmitía a sus miembros. Pues bien, es posible que la infancia humana sea, con diferencia, el periodo más fácil de impresionar en ese sentido, es decir, de recibir impresiones duraderas a través de lo que se hace y percibe.

De hecho, es frecuente escuchar que una determinada imagen o visión se grabaron imborrablemente durante la niñez. Menos común es el recuerdo de ese mismo efecto referido a palabras o expresiones. Sin embargo, las hay que desde que se escuchan dejan una impresión con evocaciones duraderas, que no solo señalan caminos a la inteligencia y los afectos, sino que varían según la historia de las comunidades y sus formas de habla. La realidad para reconocerla hay que poder decirla.

Seguramente, esa iluminación mediante el lenguaje se identifica mejor cuando se trata de palabras o formas de hablar que han caído en desuso. Es el caso de una expresión que ha desaparecido prácticamente del todo entre nosotros y con la que se afirmaba de alguien que era realmente bueno: «bellísima persona». Tanto la utilización del superlativo como de la palabra «bella» para expresar una cualidad moral resulta tan extemporánea que probablemente desconcertará a los más jóvenes que nunca la hayan escuchado.

En el hecho de que hayamos dejado de usar esa expresión se pone de manifiesto, a mi juicio, una doble dificultad. La primera consiste en no poder reconocer en la modesta sencillez de la vida de algunas personas una valía merecedora de auténtica admiración; y la segunda es la incapacidad de fiarse y dar crédito a las apariencias, sobre todo si se trata de la apariencia de bondad, es decir, del brillo de lo mejor en seres humanos comunes pero iluminadamente singulares como «bellísimas personas».

Nos parece demasiada la ingenuidad necesaria para decir de alguien algo semejante porque hace tiempo que estamos habituados a suponer que no hay bondad genuina en las personas, y que todos nos conducimos por oscuras y egoístas motivaciones conscientes o inconscientes, pero tanto más hipócritas cuanto menos capaces de reconocerse como tales. Sin embargo, nada merece más desconfianza que esa desconfianza sistemática y constante. El peor tonto es el que se pasa de listo, y ese es el riesgo inminente que asume el cinismo escéptico. De hecho, quien por temor a ser engañado ve detrás de todos maldades inconfesables, se engaña a sí mismo el solo y se pierde la mejor parte de la realidad y de la humanidad, también de la propia: la espléndida y bellísima condición de algunos hombres y mujeres.

No se trata del «idealismo cobarde» que decía aborrecer Romain Rolland, porque «aparta los ojos de las miserias de la vida y las flaquezas del espíritu». Como sugiere el propio Rolland, solo hay una forma responsable de privilegiar la belleza sin negar la miseria del hombre, «ver el mundo tal cual es; y amarlo», a pesar de todo, desde luego, pero también gracias a todo.

Como en los rostros, en las personalidades la belleza no está en la falta de defectos. Lo que convierte en bellísima a una persona es el decidido predominio de cualidades amables, en su doble sentido de afablemente benéficas para los demás y dignas de ser amadas y preferidas para uno mismo. Por eso las bellísimas personas solían ser gentes probadas por la contrariedad, con las inevitables heridas de la vida y olvidadas de su apariencia moral, es decir, personas mayores, al menos lo suficiente para haber definido una persistente y benéfica orientación del carácter.

Dejarse admirar por esa belleza es tanto como dar una oportunidad al ser humano y a la realidad misma; y persistir en la confianza de que ambos merecen esa oportunidad aun después de haber padecido engaño o decepción es, seguramente, persistir en lo mejor. Además, esa belleza es una señal en el propio camino para vivir con la aspiración de llevar una vida tan amable y digna como quede a nuestro alcance. «El camino de la belleza -dice Schiller- conduce a la libertad». Por lo menos, libera del dominio avasallador de lo feo y detestable para que busquemos la posibilidad de una personalidad bien compuesta y de una vida lograda.

En los asuntos decisivos de la vida solo sirve como ejemplo aquel que una vez tomado como modelo no se convierte, por la misma razón, en rival. Quien admira al vencedor o al poseedor de un bien o de la admiración ajena, no podrá dejar de competir con su modelo al imitarlo. Es la dinámica que Girard ha llamado «rivalidad mimética» y que Freud dio por supuesta en las relaciones paterno-filiales mediante el complejo de Edipo. Sin embargo, la belleza requiere ser afirmada para poder ser emulada y permite imitar sin replicar el modelo pues desencadena una dinámica a la que Platón no se privó de llamar amor: el deseo de engendrar -de hacer prosperar- el bien en la belleza.

Por último, estas personas de las que nos atrevíamos a decir que eran bellísimas, parecían tener la implícita conciencia de la fatalidad que asolará finalmente toda vida, y, no obstante, mostrar a través de su ejemplo que esa frágil caducidad merecía todos los cuidados e ilusiones. Con más o menos resignación ante el final irreversible, o con la esperanza de que todo volviera a nacer, las bellísimas personas dejaban tras de sí el rastro de una existencia justificada e iluminaban un trazo de la respuesta a la pregunta por el sentido de esta vida: para, si fuera posible, llegar a ser una bellísima persona.

Esas son las sendas para la vida cuya dirección se va difuminando al mismo tiempo que se vuelven menos visibles las bellísimas personas porque, entre otras cosas, ya no sabemos llamarlas así.