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Cuestión de confianza

Al final, el difuso Corbyn hizo sus deberes. La tela de araña urdida en el receso estival no le ha permitido capitanear una moción de censura -muchos moderados tiemblan al imaginarle dirigiendo un Gobierno-, pero ha arrinconado a Johnson. La oposición unida, reforzada por el nieto de Churchill y otros 21 «tories» rebeldes, no sólo tiene las riendas del Brexit sino también las del adelanto electoral. Sin embargo, la niebla que envuelve a Britania está lejos de despejarse. Puede imaginarse con facilidad que Johnson ganase las elecciones, dilapidase otra prórroga e internase a Europa en un día de la marmota de contornos imposibles de precisar ahora mismo. Por si acaso, la UE se prepara como nunca para un Brexit duro. Lo que, sin embargo, la niebla no logra ocultar es el obstáculo irlandés, esa frontera intrainsular cuya reaparición amenaza los 21 años de paz en el Ulster y ha lastrado la negociación del divorcio británico de punta a cabo. Al final, Theresa May pactó un apaño, el «backstop» o cláusula de salvaguarda, rechazado una y otra vez por los Comunes. Los diputados no quieren ese divorcio a medias que, para evitar controles fronterizos, dejaría por tiempo indefinido a todo el Reino Unido en la unión aduanera y fracturaría su mercado interior al exigir que Irlanda del Norte respete las normas que el mercado único impone a las producciones comunitarias. De ahí que no sea ocioso examinar la propuesta alternativa al «backstop» que han lanzado tres juristas vinculados a círculos comunitarios. En esencia, se trata de dejar que el Reino Unido salga por completo de la UE y, sencillamente, se comprometa a garantizar que los productores y exportadores que comercien con Irlanda (puerta al resto de la UE) cumplen la normativa comunitaria. En reciprocidad, Irlanda garantizaría que quienes hagan tratos con el Ulster (puerta al resto del Reino Unido) respetan las normas británicas. Las garantías cobrarían la forma de un certificado oficial para productores y transportistas. El edificio se reforzaría, además, con duras sanciones para los incumplidores, centros de control en Reino Unido e Irlanda y un sistema de inspección aleatoria a cargo de patrullas conjuntas que se abstendrían de rondar la raya invisible. El sistema, como puede verse, reposa en la confianza mutua. Un bien escaso y no certificable mediante garantía alguna en momentos en los que, después de tres largos años de batalla del Brexit, los recelos entre Bruselas y Londres se afilan las uñas en el cielo. Sin embargo, no sería descabellado. Al menos como remplazo transitorio del «backstop» en el Acuerdo de Salida hasta que se regule la relación bilateral futura. Y, en todo caso, exige menos caudal de confianza que la creencia en que un Brexit duro, y la consiguiente restauración de la frontera dura intrairlandesa, no afectaría el frágil equilibrio del Ulster.

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