Hace unos días un diario titulaba un reportaje «Más de la mitad de altos cargos del Consell tiene pasado político». El artículo era eminentemente descriptivo, pero me quedé con la sensación de que a los redactores no les acaba de parecer bien el asunto. Es lo que tienen las estadísticas: frías y aceradas, tienden a ser leídas según la corriente dominante, según la última moda. Y mira que hay modas en eso llamado análisis político. Lo comento con otro periodista y me responde: «Que traigan a Adán». Sería una solución. Pero no estoy seguro: miren a Camps, que por unos gastos en trajes para tapar sus vergüenzas contrajo una mala fama perniciosa. Porque la política hace extraños compañeros de fama. Y si todos fueran adanes, evas y sierpes danzarían un baile tan confuso como sospechoso. No. Definitivamente en política no hay sitio para Adán y Eva. Precisamente porque no es el Paraíso, y si nuestros primeros progenitores venían con la dotación de serie para cosas útiles como poner nombre a los animales, nadie que llegue a la política lleva incorporadas ciertas aplicaciones de las que depende su supervivencia personal y el bien público.

Por eso, cuando leí el titular yo también me alarmé: ¡sólo la mitad! Lo normal sería que en una institución tan compleja como el Consell la cifra fuera superior. Por supuesto me horrorizan esos políticos que, como navajas suizas, sirven para cualquier cosa, sin respiro ni descanso. Y, más, los que incesantemente mandan desde oscuras fuentes de legitimación, salvo una coherente acumulación de fracasos. Son los reyes del aparato y, por lo tanto, exentos de responsabilidad política: da igual lo que hagan, pues mientras ganen asambleas internas o sean amigos del jefe, ya les vale. Por eso ciertas normas de limitación de mandatos me parecen imprescindibles. Más que otras cosas de las que comúnmente se habla. Más importante que las Primarias, tal y como se van configurando, por ejemplo.

Igualmente, me parece correcto incorporar a expertos independientes para aportar experiencias en algunas materias, porque un peligro que siempre acecha es la unidireccionalidad de las visiones. Pero la verdad es que esto está siendo cada vez más difícil porque a muchos propuestos los sueldos y las condiciones laborales del cargo público no le interesan para nada. El peligro, en esto, es que la política vaya siendo cosa de contadísimos ricos muy ricos, y, esencialmente, de funcionarios y jóvenes sin oficio previo -salvo que estudiar másteres sea considerado un oficio-. Y no me parece mal que las dos categorías estén presentes en los órganos políticos: lo malo es si forman una coalición interna que, como todas, acabará por defender intereses particulares, incluso por encima de los ideológicos de sus partidos. Y no olvidemos que, transversalmente, crece el número de famosillos, de gente importante en sus comarcas o pueblos que dedican media Legislatura a asegurar su cargo en la siguiente. Pero todo esto son las patologías de las que no se habla: es complejidad difícilmente cuantificable.

La cuestión es: ¿cómo se prepara «profesionalmente» alguien para distinguir entre lo ideológicamente deseable y lo políticamente posible?; ¿cómo aprende a apreciar los sinuosos cambios en el clima político?; ¿cómo a dirigir en lo concreto a un equipo sin recurrir a un coach o a la lectura de manuales de autoayuda para imbéciles?; ¿quién enseña a soportar los errores o mentiras de medios de comunicación contrarios, o, peor, presuntamente afines?; ¿dónde se estudia para entender que la ciencia política es, en esencia, paciencia política y que la política necesita lentitud y la administración velocidad?; ¿quién guía para trasladar a la acción política la machadiana distinción entre las voces y los ecos?

¿Se siente alguien enojado o escandalizado por estas cosas? ¿Cree que frivolizo? Seguramente es porque considera que hacer política es manejar un dispositivo: por un lado entran votos y dinero y por otro salen hospitales, escuelas o carreteras, y el político debe ser sabedor técnico por si se atasca un tornillo. Es una opinión tan vieja como los ataques a la democracia. Propongo el siguiente juego: trate de aplicar las mismas preguntas a un deportista de élite. Lo que le hace ser de élite es obtener resultados en ese ambiente de presión, calcular en décimas de segundo entre las opciones disponibles -y no invocar otras-. Y eso es lo básico en política. Porque lo que define a la política es la controversia en público. Y lo demás son adornos.

Las estructuras que articulan todo eso son los partidos. Y así lo reconoce la Constitución que les atribuye misiones muy claras, que habría que releer todos los días. Algo olvidado por tanto eterno amante de la Carta Magna. En cierto sentido los partidos realizan esa función de política mixta que ambicionaron los clásicos: una «aristocracia» -los mejores-, en una democracia, para que esta no degenere en demagogia. Pero en democracia no hay «mejores» en sí, sólo aquellos que sean formados por los propios partidos para serlo, para cumplir su función de servicio público honestamente adoptando, desde sus ideas, decisiones, tras una suficiente deliberación. Otra cosa es que haya que revisar con urgencia creciente el concepto de «militancia» en la que tiene encaje plausible esa misión de formar. De formación crítica y no meramente instrumental: hoy están empeñados en enseñar a sus dirigentes (?) a hablar bien en público o en las redes? pero no a saber qué decir más allá del dicterio al adversario y el aplauso al líder. Un aburrimiento, un ejemplo de desorientación en ética pública, un tónico de la voluntad contra el poder de la inteligencia. Por eso, me temo, las flojas cifras de militantes en el Consell se deben a la crisis de banquillo que sufren las fuerzas del Botànic.

Lo grave es que es muy fácil atacar a los partidos. Como está a punto de empezar el curso adelanto una idea que traslado a mi alumnado: está muy bien ser crítico con los partidos. Quizá jamás se sea suficientemente crítico. Pero que nadie olvide que nunca, nunca, nunca, ha existido una democracia sin partidos. A algunos, incluso, los partidos han regalado algunas de las más bellas, complicadas y estimulantes experiencias en la vida. Una cosa es atreverte a morder la manzana y otra rebotar un tuit. La buena noticia es que no son incompatibles.