Aún quedan tres semanas, pero el final del mes de agosto será siempre el final del verano. Tenga ocho, veintisiete o sesenta años, es una sensación que me invade cada agosto. Ahora, sentado en la terraza de mi apartamento, miro este atardecer anaranjado y la noche que se come al día es la muerte que me acecha. Que nos acecha a todos. Que nos acompaña desde el primer día. Las gaviotas de la costa levantan el vuelo y, abajo, en el paseo, un grupo de palomas va de un sitio a otro como a merced del viento. Nada cambia para ellas, a pesar de que todo cambie a su alrededor. Son aves de paso. Como todos nosotros.

Aves de paso que asistimos a la vida en un instante que no es más que un suspiro fugaz en mitad de la existencia general. La playa seguirá aquí, siempre, como siempre ha estado, pero otros serán los que se bañen y los que miren otros atardeceres desde este mismo apartamento, igual que otros fueron quienes también vieron esta playa y este atardecer cuando no había apartamento, ni calle, ni ruido de coches cortando el rumor de las olas. Cuando solo era la playa, inmensa, solitaria, mágica.

Yo moriré y todo seguirá ahí. Más tarde, en ese más tarde que se extiende más allá de toda vida o generación, otros vendrán que no sabrán nada de mí. Como decía el poeta, seré polvo y nada más. Y ni siquiera seré un recuerdo cuando los que se acuerden de mí mueran también.

Y sé ahora, aunque quizá lo haya sabido siempre, que lo único que importa es el aquí y el ahora. Desde este balcón veo a gente más joven y les veo hacer lo mismo que yo hacía a su edad. Cometerán los mismos errores que yo. Y ojalá sea así. Porque solo con el error se aprende, porque solo podemos levantarnos y seguir una vez que tropezamos y caemos. Porque en la caída está el primer paso para la recuperación. Ellos, esos jóvenes, son mi relevo. Están aquí para mi despedida, ahora que veo que el final está próximo. Pero ¿es el final del camino? No. Como escribió Machado, «no hay camino, se hace camino al andar». Y en ese caminar constante que es la vida he aprendido que lo mejor es seguir tu deseo, el pálpito, la huella en la arena que solo puedes perseguir un segundo porque al siguiente se ha borrado.

Aves de paso que cambian el vuelo según la estación, la sensación o el viento.

Sé que sufriré, sé que nunca estaré satisfecho, pero espero luchar hasta el final, aunque pierda contra la soledad y el sufrimiento. Es mi guerra por vivir en la incertidumbre, en lo imprevisible. Pero es la belleza de la imperfección, que es, ni más ni menos, donde está la vida plena. En ese errar diario espero encontrar siempre la ilusión por ser mejor.

Está claro que seremos olvido, simples aves de paso en la vastedad del cielo, pero, mientras vivamos, seamos sueño. Vivamos cada día el sueño de la vida o del amor, de un amor que te rompe las entrañas y te parte en dos el alma con cada mirada, gesto o palabra suya. Vivamos para que sea eterno cada segundo con la mujer amada, cada instante esperándola llegar, escuchando el sonido que sus tacones provocan en el piso, la melodiosa música de todos los te quieros pronunciados. Ese amor, como escribió Cortázar, no se elige, sino al contrario, te elige a ti, te señala entre miles de seres para atravesarte con ese beso, con esa piel, con ese adiós.

Llevo marcado el cuerpo con los tatuajes que han construido lo que soy desde hace años. Leo aquí: «Vive tus sueños, no sueñes tu vida». Y cierro los ojos. Y, al abrirlos, todos esos jóvenes de la playa y sus hijos futuros y todo cuanto me rodea no es más que polvo que se lleva el viento. Apenas queda luz. Las aves, de paso como nosotros, hace tiempo que alzaron el vuelo. Parece que este será el último atardecer.