Das una rueda a un humano y se comporta como si acabara de inventarla. Antes que facilidad de movimiento la rueda da superioridad. El tamaño importa. El conductor de un deportivo de ruedas anchas solo respeta al camionero del tres ejes; el del 4X4 desprecia al del turismo familiar, éste al ciclista y éste al peatón. Las ruedas más pequeñas son las de los patines, pero calzan más alto y más rápido que unas zapatillas.

Vengo de frecuentar un anchísimo paseo a orillas del mar del Norte en el que coincidían todas las posibilidades de ser atropellado por ruedas a tracción eléctrica o humana (animal, en más de un caso). Bicicleta, tándem, carro de pedales, kart de niños, patinetes eléctricos... El paseo era una carrera de obstáculos y el peatón, un blanco móvil al que pasar rozando. Excitante.

El ejemplar perfecto de esa competición encubierta era el patinetista eléctrico: estatuario en su rigidez, ensimismado en su actitud, con piernas de arte egipcio en su postura, era la imagen viva de la libertad individual del siglo XXI: neotecnológico, ecológico, exhibicionista y anfibio en una sociedad de circulación líquida entre la calzada y la acera, modo peatón o modo vehículo en los pasos de cebra. «Yo controlo».

Los patinetistas eléctricos, que no gastan suela, no meten ruido y no echan humo, que esquivan, atajan y recortan con la ética ultraliberal de los recaderos (riders) circulan, más que nada, por un limbo legal que pronto convertirá en cielo o infierno el Estado obligándolos a tener matrícula, seguro, casco, luces, velocidad máxima, normas de la circulación y, si llegan a consolidarse como vehículo, ITV, viñeta municipal, plaza de aparcamiento. Pere Navarro, arzobispo de la circulación, tiene una nueva tribu salvaje que catequizar. Él controla.