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Inseguridad y antifranquismo de salón

Eso de ser antifranquista cincuenta años después de la muerte de Franco no se limita a una pose más o menos vistosa y que confiere prestancia a quien se ufana de serlo. Excesiva petulancia en muchos que no vivieron aquellos tiempos y que, no obstante, se consideran héroes frente al fascismo, aunque sus enemigos sean molinos de viento, imaginados, por pasados e inexistentes fuera de sus mentes. Todo se mueve alrededor de figuraciones que ven hoy lo que fue, pero que ya no es, ansiosos los progresistas de nuevo cuño de vivir lo imposible, pues pasó, aunque se niegan a enterrarlo por miedo a recuperar el orate en una realidad frustrante para tanta añoranza. Ese ansia, casi obsesión por hacer presente lo acabado es lo que les lleva a repetir consignas antiguas, trasnochadas, equivocadas de tiempo y lugar, sucediendo con ello que generan problemas graves solo producidos por la histeria, que no la historia, de los revolucionarios de salón de estos aciagos tiempos.

En esta confusión temporal se han de analizar los problemas que, en materia de seguridad, son frecuentes allá donde gobierna la izquierda radical, populista, no la moderada, fruto de esa mezcolanza de la realidad, no deseada y negada en su verdad y el pasado redivivo en mentes que piensan que todo sigue igual y que el fascismo campante debe ser combatido con fervor y fe ciegas. La sensación que crean las palabras es clave para la seguridad, pues esa sensación impulsa al delito, lo favorece o impide y, a la vez, genera alarma o sosiego. De las palabras y gestos depende en mucho el bienestar de los ciudadanos en materia de seguridad y la izquierda populista, con sus discursos anacrónicos, alienta la inseguridad al debilitar a quien la debe combatir y absolver a quien la provoca.

Barcelona es el paradigma de este desastre y Colau, la regidora que, con su progresismo desvariado, ha llevado a la ciudad a una imagen deplorable ante la comunidad internacional.

No es irrelevante que para estos Quijotes del absurdo o el esperpento, las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado sean, sigan siendo fuerzas represivas y como tales las traten. Tampoco considerar a los delincuentes, sin distinciones, fruto de una sociedad injusta, capitalista y que, por tanto, merecen un trato adecuado a su papel de víctimas. Y, en fin, que el Poder Judicial sea la representación de una ley antidemocrática, impuesta por los poderosos a los que los jueces perpetúan en sus privilegios. Solo desde esta empanada mental se entienden las críticas constantes a la policía, los reproches al uso de la fuerza, siempre desproporcionada para estos demagogos, la exigencia de soportar no solo humillaciones constantes, sino agresiones incluso con armas que avergüenza solo ver y que deben tolerar pasivamente. La crítica a la policía, los ataques a la llamada y no leída «ley mordaza» que ampara a las fuerzas del orden y que por eso ha de ser derogada en favor de quienes usan de la violencia callejera, favorecen la humillación policial, sumen en la indefensión a la policía y la obligan a una pasividad de la que se aprovechan los delincuentes, amparados por la estupidez de un progresismo absurdo y anacrónico que ve «grises» en cualquier uniforme. Llegan a tal punto que en Navarra y País Vasco condenan a la policía como agresora de los derechos de los terroristas de ETA, sin juicio, elevando a estos últimos a la condición de luchadores por la libertad. Un Me Too político que abomina de la presunción de inocencia.

Los delincuentes, en esas mentes que ven fascismo en cada esquina, son víctimas del capitalismo, cuando no del franquismo, pues franquista es la propiedad privada, la ajena se entiende, no la propia, el orden público, la ley y demás zarandajas que inventan para sembrar en muchos la noción de que el Estado es el enemigo a batir. De ahí que se impulsen ocupaciones ilegales, que se fomente la figura del turista como enemigo, invasor, de la multiculturalidad entendida como integración al margen de la legalidad y renuncia a los valores propios, lo que se aprecia con el asunto de los manteros y la tolerancia ilícita hacia una actividad ilegal, pero vista como expresión de justicia social y un largo etcétera de ejemplos de fomento o comprensión bondadosa con la delincuencia que al final dan sus frutos. Son pobres y la pobreza explica que sean delincuentes. Un insulto, pero que cala y genera en los delincuentes, que no en los pobres, un espíritu de impunidad peligroso que se acompaña con el deprecio o la falta de respeto a la ley y a quienes deben hacerla cumplir.

Y, al final, los tribunales, objeto de crítica si aplican la ley y no hacen «justicia». Pero, una justicia, eso sí, propia, ajena a la ley vigente. Los tribunales son franquistas y los jueces fascistas en estas mentes complejas que causan, aunque no nos hayamos percatado del peligro que encarnan, riegos severos para la convivencia.

Por eso, el rechazo del PSOE a pactar con Podemos es digno de respeto y la obligación de PP y Cs de apoyar al partido con más votos aparece como un deber moral y de responsabilidad. El PSOE no es la izquierda radical y pudiera ser que en tiempos como los que se avecinan enterrara para siempre el legado de Zapatero. Pudiera ser.

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