La Revolución Francesa de 1789 y también la norteamericana de 1776, se asientan en preconizar la igualdad entre todos los seres humanos por el hecho de serlo. Y en los valores supremos de: libertad, igualdad y solidaridad entre todas las personas. En esta afirmación de la igualdad subyace la idea de que para todos los seres humanos el valor supremo es la vida: todos tenemos una, única, e irrepetible. Con independencia de nuestra «raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento, o cualquier otra condición». De ahí deriva la afirmación de la ciudadanía universal como valor supremo y así lo recoge la Declaración Universal de los Derechos del Hombre. Por eso, las políticas públicas, en especial la educación, o la sanidad, se orientan a potenciar las posibilidades que la vida ofrece a cada persona.

La inseguridad extendida con la crisis económica de 2008, tal y como reflexionábamos la semana pasada, lleva a replegarse en identidades únicas, de origen, incontrovertibles, «naturales», que se constituyen para muchos en la esencia del ser humano, son su referencia clara sin discusión: el lugar de nacimiento, la etnia, sexo, la cultura tribal, del territorio, son el marco de referencia general, y también son el elemento definitorio de la posición política. Con la crisis económica el hombre se encuentra sin respuestas políticas a los problemas económicos, no hay alternativas. La inseguridad, frustración y el miedo se canalizan hacia opciones identitarias primarias, simples, y binarias: Nacionales y extranjeros; hombre o mujer; cultura cristiana y las otras; nosotros y ellos, en definitiva.

En todas las democracias existe un proceso de discusión, debate, deliberación, pacto, definición de los intereses comunes a través del diálogo; la deriva identitaria radical a la que lleva la crisis, rechaza la diversidad y el pluralismo; se basa en un concepto binario: españoles y extranjeros o catalanes y extranjeros, blancos y otras razas, cultura cristiana y otras culturas o civilizaciones. Sentimiento de pertenencia del «nosotros» frente a los «otros». Actuaciones basadas en sentimientos frente a los comportamientos racionalistas. Apelación al pueblo auténtico, o a la democracia auténtica, o al constitucionalismo auténtico, al españolismo/catalanismo auténtico. La respuesta a los problemas complejos económicos, políticos, globales hay que buscarla en la autenticidad, en la tradición cultural, es de «sentido común», la de «toda la vida», la que nos dicta nuestra «forma de ser», la que no viene dada por nuestra identidad. La que debemos defender también frente a los enemigos interiores.

Los políticos y las políticas identitarias son incapaces por definición de buscar un bien común por encima de las identidades particulares, de los defensores de las esencias, de lo que es natural, de lo auténtico, la negociación se hace así imposible porque la identidad es un concepto monolítico y pactar siempre supone renunciar en cierto grado a las propias características, y por lo tanto lo ven como una «traición»a la identidad. Como mucho se reconoce el pluralismo cultural, la existencia de otras culturas, pero como un peligro de que se conviertan en la «cultura de sustitución». La cultura castellana-o la musulmana- terminará sustituyendo a la catalana- o a la cristiana-. El identitarismo se presenta como la «auténtica» democracia. La historia está llena de guerras de limpieza étnica, desde el genocidio armenio por el Imperio Otomano, los crímenes contra la humanidad en la última guerra de los Balcanes, y recientemente la expulsión de la minoría rohingya de Myanmar -Birmania-. Las políticas y estilos de vida derivadas de identidades puras anteponen emociones a racionalidad; liderazgo caudillistas; desconfianza en las instituciones públicas; opciones binarias, descalificación de los «otros»; retórica nacionalista, o apelaciones continuas al pueblo mitificado.

La Unión Europea ha impedido, hasta ahora, que las derivas identitarias alcancen la importancia bélica y dramática que tuvieron durante el siglo pasado en Europa. Por el contrario, en los valores y estados democráticos hay un sistema multicultural e intercultural, mixto, con elementos de distintas identidades. Un híbrido definido por los ciudadanos libres, iguales y solidarios, democráticamente. De hecho ninguna cultura o identidad es pura, o auténtica, como les gusta repetir; todas son el crisol histórico de culturas y estilos de vida, que se superponen y entremezclan en función del predominio de unas comunidades u otras o , en la democracia, de las decisiones de todos los iguales, que somos todos.