Nuestra vieja España siempre destaca y brilla con luz propia, incluso en los peores momentos de su historia, asombrando a los de casa y a los foráneos, deslumbrando a la Europa de los poderosos. La España de Machado de charanga y pandereta, cerrado y sacristía, perdura como antaño en monolítica armonía, imperturbable al paso de los años, a las bondades del tiempo, al incremento de la tecnología y el progreso. Los magnos pensadores del país, políticos, sindicalistas y otros muchos indolentes, se empeñan en forzar las tradiciones y que pasemos de ser sesteros y pluriempleados a roncadores de noche, madrugadores y conciliadores de la familia, aunque no podamos llegar a final de mes.

Acogemos con inusitado entusiasmo cualquier cambio que no suponga la ruptura de nuestras costumbres más arraigadas, siendo capaces de acomodarnos sin complejos al vaivén que supone la convivencia multicultural, asumiendo con tolerancia y comprensión las nuevas prerrogativas de los recién llegados. Desplegamos una alta intencionalidad de ayuda activa para todos los que deciden abrigarse bajo el manto de una nueva patria. Somos gregarios por convencimiento, pero sin plantearnos mucho la cuestión, seguimos los guiones por pura inercia, aunque nos cueste entender por qué hemos de seguirlos.

Nuestra paciencia es infinita y lo demostramos diariamente ante acontecimientos que son puros insultos a la inteligencia. Creemos en el sistema social, político, económico y religioso, siendo respetuosos de sus dislates y sus incoherencias, porque nos hemos convertido en supervivientes. Podemos enjuagar con bastante desparpajo una mala elección a la hora de votar; un impagado de esos que nuestras leyes aceptan sin ningún disimulo, puesto que el mayor moroso por antonomasia es la propia administración; una pésima planificación de nuestra educación que cada poco cambia en función de nuevas políticas y nunca llega a configurarse como eficaz; un recorte presupuestario en ciencia y tecnología, auténtico motor de un país, para mantener gastos en materia de no se sabe qué. Somos capaces de justificar lo injustificable, siendo bondadosos con los débiles, aunque estén gobernando y sean incapaces de resolver los problemas que atañen a muchos millones de expectantes y tranquilos ciudadanos, que por no hacer no hacen ni una huelga de protesta.

Las nuevas generaciones están viviendo, más que nunca, a remolque de las viejas, cuando lo perseguible y razonable es que hubieran conseguido unas posiciones mucho más venta-josas y amables. No nos estamos adaptando a los delirios de una sociedad rota y en continua revolución sin causa, nos hemos transformado en claros supervivientes de un sistema que hace aguas por doquier, sin la esperanza de que nuestros líderes ejerzan, por su incompetencia manifiesta.