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Momentos de Alicante

Tesoro líquido (VIII)

ESCENA XIII

EN LA CASA DEL CONSEJO

stá siendo tensa la reunión que se celebra en el principal despacho de la Casa del Consejo. Los seis hombres llevan más de dos horas tratando de entenderse sobre cómo actuar tras la decisión del portanveces del General Gobernador, al parecer cumpliendo órdenes del mismísimo rey, de prohibir la celebración de una nueva junta general para revocar el acuerdo adoptado hace unos meses sobre la reanudación de las obras del pantano.

-Estaba conforme con celebrar la junta porque el nombramiento del veedor ha sido un agravio muy grande, pero si el rey nuestro señor ha dado órdenes personalmente para impedirla, no seré yo quien contradiga a su majestad -dice el justicia Diego Ibarra de Mijancas, hombre orondo, sesentón y sudoroso, que ocupa el butacón más alto de cuantos hay en la estancia.

-Sé bien que don Álvaro está dispuesto a ejercer la fuerza, si fuere preciso -advierte el jurado Francisco Mingot, hombre delgado, alto, encorvado y calvo que se encuentra de pie, a la derecha del justicia. Un día antes ha bautizado a su primera nieta, hija de su primogénito, José Mingot Jiménez, sastre de profesión.

-Debemos respetar los deseos de su majestad, si queremos recuperar el dinero emprestado -avisa el síndico Damián Miralles, de porte elegante y edad indefinida, aunque sus aladares ya apuntan canas. Está también de pie, cerca del balcón abierto, aprovechando la brisa matutina que desaparecerá cuando el sol alcance su cénit. Sus palabras siempre son escuchadas con interés porque, de todos los presentes, es el único que conoce personalmente al monarca.

-Mas, si consentimos tanto perjuicio y trato deshonroso, en vez de vasallos nos asemejaremos a esclavos -dice el caballero Jaime Pasqual del Pobil y Pasqual de Ibarra con un tono de impostada gravedad.

-La dignidad de la ciudad y de nuestros propios linajes quedará en entredicho si cedemos ante la infamia de vernos permanentemente examinados por ese tal Pérez de Vivero. Acaso mi naturaleza sea mucho más sensible que las de vuestras mercedes, quizás demasiado, mas afirmo que es preferible renunciar al embalse que fabricarlo humillados.

Después de que micer Antonio José Mingot Pasqual pronunciara estas palabras, un silencio incómodo y prolongado reina en la estancia. Sentado junto a este se halla su sobrino Cristóbal Mingot, el más joven de los jurados alicantinos. Asiente con manifiesta solemnidad en tanto mira a los presentes con ojos instigadores.

Habla ahora Luis Berenguer, escribano de la comisión municipal encargada de todo lo relacionado con el pantano. Su voz grave y calma epilogará lo dicho hasta este momento y sentenciará el resultado final de la reunión: de ninguna manera la ciudad debe arriesgar el buen fin del pantano, tan beneficioso para el interés común, a causa de una decisión real que, aun pudiendo herir el amor propio de algunos, no habrá más remedio que acatarla.

ESCENA XIV

EN LA CASA DE CANICIA

Luego de salir de la Casa del Consejo, micer Antonio José Mingot se entretiene en una esquina de la plaza de la Fruta con su sobrino y su primo. Están estos tan iracundos, que ha de esmerarse en su razonamiento para calmarlos:

-No todo está perdido. Si se reinicia la fábrica del embalse, volveremos a detenerla. Aún queda por jugar la quínola de esta partida y nosotros llevamos los mejores naipes.

Unos minutos más tarde, micer Antonio José Mingot es recibido en una casa que hay en la calle San Nicolás. En ella vive Pedro Juan Canicia y Martínez de Vera, heredero de Juan Bautista Canicia, noble genovés afincado en Alicante que obtuvo el privilegio de caballero el 2 de diciembre de 1585, y de Isabel Martínez de Vera y Bosch, hija del III señor de Busot.

La criada precede al visitante hasta el estudio donde le espera el dueño de la casa.

Después de saludarse, Mingot resume la reunión que ha mantenido poco antes en la Casa del Consejo.

-El resultado no puede ser más desalentador para los intereses de quienes deseamos que se mantenga el statu quo en el riego de la huerta -acaba diciendo Mingot.

-Hablaré con los demás interesados y recaudaremos el dinero que sea preciso para comprar cuantas voluntades se necesiten. ¿Contaremos con ayuda en Tibi?

-Me asegura mi amigo que el tal Candela se encargará de impedir que se lleve a cabo la empresa, si recibe el dinero que desea.

-Que así sea. Por lo que toca al ingeniero italiano?

-Mi hermano y mis primos están por olvidar el asunto de Ángela Vallebrera. Dicen que, al haber fenecido, si se hace público que presionamos al Antonelli por su secreta relación carnal con ella, podemos salir malparados, que se nos echarán encima los leguleyos y clérigos, y sufriremos descrédito.

-¿Vos qué opináis?

-Me placería escarmentar al arrogante ingeniero -dice Mingot, al tiempo que hace un gesto de duda-. Su altanería cuando le planteamos el trato despertó mi ira, aun cuando al final accedió a tratar con nosotros si era el elegido para encargarse de la fábrica del embalse. Mas creo que los míos pueden estar en lo cierto. Una vez fallecida la amante, dudo que él acepte, aun cuando le amenacemos con denigrar su memoria. Y aunque acepte, si llegara a saberse?

-Hay algo en esa relación que no comprendo. ¿Por qué no contrajeron matrimonio? Don Melchor habría accedido con sumo gusto a que su hija mayor se desposara con un ingeniero real viudo.

-Es un misterio, realmente. Ni Isabel Márquez, la amiga de la difunta que les sirvió de alcahueta, sabe la razón por la que no quisieron casarse. Dice que era un secreto que guardaban ambos con sumo celo.

-Habrá que obrar entonces con el Antonelli de otro modo.

Mingot asiente.

ESCENA XV

EN LOS ALREDEDORES DE LA ANCORNIA

Los hermanos Joan y Pere Sirvent salen de La Ancornia y emprenden la marcha por el camino de Tibi cuando la noche empieza a envolver todo lenta y tibiamente.

Joan tiene 18 años y lleva trabajando en la fábrica del embalse desde que se reanudaron las obras. Es picapedrero. Pere tiene 15 años y empezó a trabajar en el mismo sitio como ayudante-aguador dos meses atrás, al comienzo de este caluroso verano de 1591.

El maestro que les había contratado, Gaspar Vicent, les había ofrecido quedarse en el lugar de La Ancornia para dormir, descontándoles una pequeña cantidad de su paga a cuenta de los camastros que ocuparían en una de las chozas que habían sido levantadas precipitadamente cerca de la masía en la que se hospedaba el ingeniero que dirigía las obras, pero los hermanos rechazaron la oferta porque preferían ir a dormir cada noche a casa de sus padres, en Tibi, aunque ello supusiera tener que madrugar aún más para regresar a tiempo al tajo. Lo mismo hacían otros cuatro vecinos de Tibi que trabajaban en el embalse. Pero hoy los hermanos se han demorado porque Pere ha debido recoger todas las herramientas en un cobertizo y los demás hace media hora que se fueron al pueblo.

Acostumbrados como están a los ruidos nocturnos del bosque, Joan y Pere no prestan atención al canto del búho, cuyo buhuu deja de sonar en cuanto se lanza desde la rama de una encina en persecución de una liebre que se escabulle entre los matorrales. Como tampoco hacen caso al sonoro kiotoc-kiotoc-kiotoc del chotacabras pardo macho, respondido por la hembra a cierta distancia con un ronco tsche-tsche-tsche.

Cansados y sudorosos, los hermanos caminan en silencio y deseosos de llegar a su casa, ajenos a los familiares sonidos del campo en creciente oscuridad. La luna menguante apenas se deja ver entre las nubes. Hasta que un ruido raro, seguido de otros igualmente extraños para el lugar y el momento, les hacen mirarse ceñudos, pero sin dejar de andar. Diríase que alguien avanzaba por entre los árboles a unos treinta o cuarenta pasos del camino, en su misma dirección, seguido a su vez por otro alguien o algo que, de repente, cruza a la otra vereda a gran velocidad y a unos veinte pasos de donde ellos están.

Joan y Pere se detienen y observan los alrededores con atención. Los ruidos extraños han desaparecido, pero Joan está seguro, aunque no lo había visto por la oscuridad que les envuelve casi por completo, que era un animal lo que habíase pasado a la izquierda del camino. Un animal grande y de cuatro patas.

-Será un jabalí o una gineta -murmura Pere, no muy convencido.

-No. Parece más grande.

-¿Un gamo?

Joan niega con la cabeza, mirando ahora al otro lado del camino, donde la noche solo deja vislumbrar ya los primeros troncos del bosque de pinos.

-¿Quién vive? -grita Joan, convencido de que los ruidos que ha oído por ahí eran pisadas de una persona. Nadie responde, pero al instante vuelve a oírse cómo alguien o algo cruza de nuevo el camino por detrás de ellos, para regresar al lado derecho.

-¿Lo has visto? -pregunta Joan.

-No.

-Sigamos.

Reemprenden el camino con paso vivo, pero llevan poco avanzado cuando oyen un gruñido largo y amenazador que se les aproxima por la derecha. Miran, pero solo ven los árboles más cercanos. De pronto se escucha una especie de cacareo, tan fuerte y horrísono, que espanta a los hermanos.

-¡Corramos! -dice Joan al mismo tiempo que ve aparecer por entre los troncos una figura que se mueve con gran agilidad, a pesar de ser enorme, mucho más alta y corpulenta que cualquier hombre, de aspecto peludo y con varias patas.

Esta noche, los hermanos Sirvent no pueden dormir pese a estar exhaustos. Los nervios se lo impiden. Su madre les ruega que no vuelvan a hacer solos el camino de La Ancornia, y ellos se lo prometen.

Ya de mañana, contarán a sus compañeros de trabajo lo que han vivido la noche anterior. Hay quienes se burlan, pero también hay quien recuerda lo que un carpintero de Castalla había contado unas semanas antes, sobre una especie de demonio peludo que había visto entre los cañizares del río, no muy lejos de la fábrica del embalse, que parecía mezcla de gallina y de gato montés.

El alguacil encargado de las obras del pantano no se preocupará al enterarse de aquellos rumores, hasta que pocas semanas después la esposa del maestro Juan Torres jurará que un enorme demonio peludo, de horrible cacareo, ha intentado asaltarla cerca del río, mientras volvía de lavar la ropa. A partir de entonces, casi a diario llegan a oídos del alguacil nuevas noticias sobre ese extraño ser que vaga cerca de la fábrica del embalse. Él mismo y su esposa creerán oírle algunas noches rodeando su choza de La Ancornia. Diríase que arrastra cadenas, aunque lo más pavoroso son sus gruñidos y cacareos.

Reanudación de las obras del pantano

Una vez aceptadas por la ciudad de Alicante las condiciones propuestas por Felipe II, el síndico Damián Miralles fue enviado a la Corte a finales de febrero de 1590 con la misión de obtener licencia para tomar a censo 16.000 ducados, con los que iniciar la reanudación de las obras del pantano, paralizadas desde noviembre de 1581.

En carta fechada el 6 de mayo de 1590 en El Prado, dirigida al gobernador alicantino, el rey autorizó el reinicio de las obras del pantano, las cuales debían hacerse a destajo bajo la dirección del ingeniero real Cristóbal Garavelli Antonelli, ordenando que la pared debía elevarse 200 palmos por encima de los ya construidos. La ciudad debía hacerse cargo por adelantado de los gastos, tomando a censos 10.000 libras valencianas cada vez que fuera preciso, con permiso previo de la Corona. El dinero gastado sería reintegrado con los diezmos sobre los nuevos frutos que producirían las tierras de la huerta y que Felipe II esperaba le concediera la Santa Sede.

Siguiendo las instrucciones reales, las obras fueron adjudicadas mediante subasta, tras la publicación del pliego de condiciones. La convocatoria fue anunciada en las principales ciudades del reino de Valencia. La comisión municipal encargada de coordinar los trabajos del pantano, reunida en la lonja el 16 de septiembre de 1590, encargó las obras a los maestros canteros alicantinos Juan Torres, Gaspar Vicent y Gaspar Córdoba, quienes se comprometieron a realizarlas a destajo, en un plazo máximo de tres años, por 30.000 ducados, pagaderos en plazos de 2.000. Durante dicho tiempo, para que pudieran asentarse cerca del pantano, se permitió que los maestros y sus obreros ocuparan la heredad de La Alcornia.

La ciudad también debía hacerse cargo de pagar los salarios del ingeniero Antonelli (40 ducados mensuales) y del alguacil encargado de vigilar las obras (6 reales diarios). Ambos se obligaban a permanecer a pie de obra y bajo las órdenes del gobernador.

El 7 de octubre de 1590, el notario Nicolás Martí levantó acta de la reanudación de las obras del pantano. Fue un acto multitudinario, bendecido por mosén Vicente Martí y presidido por el gobernador Álvaro Vique Manrique y el baile patrimonial Juan Vico, al que asistieron, además del ingeniero Antonelli, el alguacil y los maestros canteros, el justicia Diego Ibarra de Mijancas, los jurados Francisco Sánchez y José Pérez, y el síndico Damián Miralles.

Nombramiento de Veedor y prohibición de reuniones de disidentes

Felipe II nombró el 4 de enero de 1591 a Melchor Pérez de Vivero veedor encargado de controlar las cuentas de gastos de las obras del pantano.

Este nombramiento disgustó no solo a quienes se oponían en secreto a la construcción del pantano, sino también a las autoridades locales de Alicante, que se sintieron agraviadas por la desconfianza del rey.

Animados por este disgusto generalizado, los discrepantes con la construcción del pantano quisieron convocar una nueva junta general, con el objetivo de revocar el acuerdo que se había alcanzado el 22 de enero del año anterior, en el que se aceptaban las condiciones propuestas por el monarca.

En carta remitida al gobernador alicantino, fechada el 14 de agosto de 1591, Felipe II calificaba estos disgustos de lógicos, teniendo en cuenta que con el nombramiento del veedor se impedía que personas ajenas a la empresa pudieran aprovecharse del dinero destinado al pantano, tal como había sucedido anteriormente: «(?) están con sentimiento de que el dinero que se gasta en la obra no pase por sus manos y de que el Veedor y contador les tenga la cuenta tan ajustada que no puedan aprovecharse de él como lo hicieron cuando se comenzó esta obra (?), se echa ahora de ver cuán acertado fue poner allí Veedor y contador y no es de consideración el salario que se le da respecto del beneficio que resulta de su asistencia y del Ingeniero (y como) contra la orden que se le ha dado y ellos han aceptado se han juntado para darla en contra de la obra del Pantano, se les manda con la que será con esta que no hagan ninguna junta sobre ello sin asistencia vuestra y del Baile general y de las personas que están nombradas por el mismo regimiento para ello».

Cumpliendo con lo mandado por el rey, Álvaro Vique Manrique, portanveces del General Gobernador, no permitió la celebración de ninguna reunión para tratar asuntos relacionados con el pantano, sin su previo consentimiento.

Reajuste presupuestario

Una vez reiniciadas las obras, fueron a buen ritmo. Según el historiador Armando Alberola, en el mes de marzo de 1592 la pared del pantano llegaba a los 64 palmos, en abril alcanzaba los 72 y en octubre superaba los 95.

Entretanto, la ciudad seguía endeudándose para pagar los gastos de la construcción del pantano. El 12 de julio de 1592 el rey otorgó nueva licencia para que el Consejo alicantino tomase otros 10.000 ducados a censo. Los síndicos Cristóbal Martínez de Vera y Nicolás Desllor fueron los elegidos para que cargaran un censal sobre los bienes de la ciudad.

Pero, según iba ascendiendo la pared del pantano, la obra iba haciéndose más difícil y costosa. Convencidos de que los gastos al final iban a superar los 30.000 ducados presupuestados, los maestros canteros pidieron que se aumentara dicha previsión, para evitar pérdidas por su parte. El gobernador informó al rey y este, en carta del 9 de agosto de 1592, le respondió que la solicitud sería atendida si el veedor Melchor Pérez de Vivero la consideraba justificada. Así debió ser, puesto que las obras continuaron realizándose.

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