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El Indignado burgués

Los referentes y el Apocalipsis

Lo malo de empezar tu vida profesional muy joven y sin anestesia es que, por ley de vida, algunos referentes desaparecen prematuramente y seguir adelante cuando las personas con las que compartías tanto ya no están se hace duro. Odio hablar de la muerte, aunque bien es verdad que no hay nada más inexorable que el aforismo latino sobre las horas, ese de que todas hieren y la última mata. En todo caso cuando se van tus amigos es verdad que ya no podrás compartir con ellos risas, copas y conversaciones brillantes hasta el amanecer, pero es mucho peor la pérdida de recuerdos comunes, la comparación de la historia recordada y los trayectos truncados que te dejan sentado al borde del precipicio y con los pies colgando. Y esa sensación tan agotadora de que tienes que recordar lo que fueron y lo que hicieron, porque si nadie piensa en ellos entonces sí que habrán desaparecido para siempre.

Pero vamos, nada que no haya pasado billones de veces en los años que llevamos arrastrándonos sobre la Tierra. Imagino a un antepasado hirsuto lamentándose por la pérdida del Mogul devorado por un tigre «dientes de sable» y diciéndole a todo el que le quisiera oír que nada sería igual sin él y que la historia (prehistoria en su caso) acababa ahí. Pues no, ni acaba nada ni deja de girar el Mundo, que es así de insensible y jodío. «¿Apocalipsis?, ¡Fin de la Historia!» que cantan los niños y el obispo en la gamberrada de continuación del «Amanece, que no es poco» de Cuerda.

Cuando se acaban las referencias hay que buscarse otras y a uno siempre le pilla mayor, con lo que las ganas de refugiarse en el pasado son geométricamente proporcionales a la pereza que da escarbar el rastro de personas mágicas. Eso de que cualquier tiempo pasado fue mejor es una mentira como la copa de un pino; cuentan los especialistas del cerebro que nuestros recuerdos son más falsos que un político en campaña. Como no hay forma de guardar en el disco duro todo lo que ha pasado, el cerebro, que es muy cuco, hace así como un resumen, planta dos imágenes y cuando evocamos algo, aunque estamos convencidos de que ha pasado, vemos una película inventada completada con cosas que hemos oído o que hubiéramos querido oír. Total, que vaya usted a saber lo que es verdad o no de nuestros recuerdos.

Por eso no me extraña que todos pasemos un tupido velo sobre la historia de un ser humano que se va y, excepto en el caso de que fuera un malvado redomado, hagamos un retrato de su persona que mejora en mucho el original. Que les recuerdo que nadie es tan feo como en su foto del DNI ni tan guapo como en su perfil de Facebook. Después del fallecimiento de alguien a quien conozco me quedo un poco defraudado, porque me gustaría encontrar imágenes reales y no mediatizadas por intereses, el qué dirán o la corrección política, pero comprendo que el cerebro es así y cuando sale una esquela unos hacen un reset duro de los malos recuerdos, en el mejor de los casos, y otros adolecen de acriticidad, en el peor. Que esa es otra: hay a quienes les sirve el criterio personal para elegir entre pan de centeno o de pipas y todo lo que exceda de esa sensible decisión se amolda a las circunstancias. Estos son mis principios, pero si no le gustan tengo otros.

Lo que pasa es que esa manía de negarle la humanidad a los humanos yo creo que les disminuye en lugar de encumbrarlos. Tampoco hace falta que cuando yo no esté alguien cuente todas mis manías, tan abundantes como las arenas del Desierto del Gobi, pero no me apetece que me dibujen como el ser angelical que no sólo es que no sea, sino que me repugnaría ser.

En realidad, lo que me apetezca ahora me va a importar bien poco cuando cruce la barrera, así que sería mejor vivir sin pensar en la historia ni en quién escribirá tu epitafio si es que tienes ese honor. Ese pensamiento estoico de que nos importa un bledo lo que piensen de nosotros no dejará de ser una utopía mientras estemos vivos, porque, aunque juremos que no, a todos nos preocupa lo que cuentan de nosotros. Y, ya puestos, no deja de ser un privilegio que te hagan un epitafio, especialmente si lo escribe alguien que sabe juntar letras y te conoce razonablemente. Aunque, visto lo visto, lo mejor sería que lo dejaras ya escrito para no encontrarte con sorpresas, que hay gente muy puñetera.

Vamos, que la historia con mayúsculas o minúsculas y la verdad pensada, escrita o inventada es un espejismo y por mucho que pensemos que podemos aportar algo no dejarán de ser detallitos, anecdotarios o fragmentos parciales que no interesarán a nadie y bien que hacen. Y de los referentes que tantos nos preocupan a unos cuantos estéticos ¿qué fueron sino verduras de las eras?

Cuando eres un joven abuelo Cebolleta corres el riesgo de que no queden ni siquiera abuelos contemporáneos que se paren a escuchar tus historias. Y da por hecho que a tus nietos les interesarán tus cuentos lo mismo que las batallitas entre griegos y persas, y eso que al conocerse como «guerras médicas» podían tener su gracia.

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