Sin duda, la inmigración es uno de los grandes elementos de debate en la sociedad, que se intensifica ante acontecimientos como el rescate de migrantes y refugiados en aguas del Mediterráneo, como sucede en los últimos tiempos. Es entonces cuando se multiplican opiniones y declaraciones de distinta naturaleza, algunas llevadas por el miedo y el desconocimiento, otras tratando de difundir mensajes falsos y alarmistas, junto a un buen número de comentarios que, impulsados por los buenos sentimientos, se hacen eco de algunos mitos que, de forma interesada, se repiten desde sectores reaccionarios. El resultado de todo ello es que cada vez ocupan más espacio los exabruptos, el griterío y las falacias que, como la lluvia fina, acaban por calar en la gente, frente al conocimiento preciso, derivado del estudio, la investigación y el análisis empírico de un fenómeno tan complejo como multidimensional.

Lo paradójico es que cuantos más esfuerzos se hacen para conocer, estudiar, investigar e intervenir sobre las migraciones, cuantas más personas, instituciones, investigadores, universidades y centros se dedican a su estudio, más parecen avanzar entre la población ideas preconcebidas, sentimientos de rechazo y afirmaciones carentes de rigor que en nada ayudan a comprender mejor los procesos migratorios. Y es posible que una parte de responsabilidad la tengamos quienes nos dedicamos a su análisis e investigación académica, recluidos en nuestros círculos universitarios, en nuestras revistas científicas de impacto y en tantos congresos de consumo interno. Siempre he creído que el conocimiento científico y riguroso debe acercarse a la sociedad a través de diferentes caminos, desbordando los diques en los que habitualmente está confinado. Con mayor motivo cuando hablamos de asuntos con tanto impacto entre la ciudadanía y los responsables políticos como la inmigración.

De manera que tenemos por delante un enorme trabajo para mejorar el conocimiento real sobre los fenómenos migratorios, sus orígenes, impactos y consecuencias, en origen y destino, sin dejarnos llevar ni por buenismos desenfocados ni tampoco por discursos complacientes. Y este desafío resulta particularmente importante en estos tiempos en los que el grito, el insulto y la ocurrencia fácil intoxican con demasiada frecuencia a la opinión pública. Intentemos así aportar algunas certezas sobre las migraciones africanas, origen de buena parte de las migraciones que cruzan el Mediterráneo.

La capacidad de emigrar ha sido históricamente una de las señas de identidad de los humanos y una de las razones de nuestro éxito evolutivo, llevando a la especie humana a desplazarse por el mundo. Al igual que sucede en todo el planeta, también los africanos se han desplazado históricamente como estrategia de supervivencia, ya sea de manera voluntaria o forzosa, hasta convertirse en los habitantes más móviles de la Tierra. Como en otros lugares, en África hay personas que emigran por voluntad propia, mientras que otras muchas lo hacen al verse forzadas a abandonar sus lugares de origen por múltiples causas, en lo que la investigadora Véronique Lassailly-Jacob ha reducido con acierto a dos grandes categorías: refugiados de la violencia y refugiados de la miseria, mediante migraciones internas, en el propio continente, o mediante migraciones externas, fuera del mismo.

Un dato que se desconoce es que más del 80% de las migraciones africanas se realizan entre países del propio continente, mientras que un volumen mucho menor se dirige hacia Europa, aunque mediante rutas mucho más visibles, dramáticas y mediáticas, a través del Mediterráneo, cruzando desiertos, atravesando países en guerra o territorios controlados por milicias armadas.

Tan insuficiente resulta la división tradicional entre inmigrantes y refugiados como afirmar que huyen de la pobreza, la miseria o el hambre. Hasta el punto que, en línea con los estudios de autores como Gérard-François Dumont o Catherine De Wenden, podemos resumir en seis grandes tipos las migraciones africanas: las de carácter político, las geográficas, las de carácter étnico, las comerciales, las socioeconómicas y las ambientales. Todas ellas se ven favorecidas por la cultura de la migración entre los africanos y la porosidad de sus fronteras, generando sistemas migratorios subregionales e intercontinentales que han ido cambiando en las diferentes etapas históricas hasta nuestros días.

De una forma u otra, las migraciones forzosas aparecen también como una respuesta a las crisis sociales, económicas y políticas, que en África han venido siendo recurrentes desde la era postcolonial hasta nuestros días y de las que muy pocos países han escapado. Crisis provocadas por los dañinos programas de ajuste estructural que han arrasado sus economías y dañado a la sociedad, junto a la imposición de acuerdos comerciales neocoloniales que han esquilmado recursos tan valiosos como la pesca y eliminado la agricultura tradicional, arrojando a miles y miles de africanos a la pobreza extrema. Y en la medida en que esas crisis han sido cada vez más amplias, profundas y recurrentes, las migraciones también han venido siendo más plurales, más numerosas y más diversas, impulsadas por violencias de todo tipo, así como los efectos de un cambio climático cada vez más dañino en todo el continente.

De manera que, cuando veamos a todas esas personas que se lanzan desesperadas en barcazas al mar, pensemos también en estos procesos y causas que, como el combustible, empujan el deseo humano imparable de buscar una vida mejor.