Un nítido recuerdo de mi infancia, en una edad olvidada: situarme bajo la cúpula de San Nicolás y sentirme asombrado, abrumado. En cierto sentido, en ese momento descubrí la arquitectura, aunque no lo supiera. Un descubrimiento ascensional, el encuentro de la proporción. El hallazgo con la idea de que, aunque ningún espacio puede ser infinito, algunos encierran la idea de infinitud. Incidentalmente: que esa cúpula estuviera en Alicante me causó particular sorpresa. Todo esto pensaba esta semana, durante el sepelio del arquitecto García Solera. Y no es que lo pensara oportunamente, o alegóricamente: esa realidad de décadas y de piedra era, en todo caso, metáfora de la realidad en la sentida y serena despedida de los allí congregados.

No acometeré otra necrológica. Muchas y buenas se han hecho estos días, incluida la de su hijo, mi admirado Javier. Tampoco soy un especialista en arquitectura ni puedo decir que fuera amigo del fallecido. Fui, sí, un «asiduo conocido» desde 1980 o 1981 -una reunión sobre el futuro del Archivo Histórico Provincial, actual MUBAG, siendo yo concejal-. El conocimiento creció mucho después con muchas pequeñas conversaciones propiciadas por la vecindad entre su casa y la Sede de la UA. Conversaciones en las que tanto aprendí -no era poca cosa en la época de las luchas contra la especulación-. Pero, sobre todo, gocé con las dosis de talento y bonhomía que prodigaba. Las necrológicas corren siempre el riesgo de acabar siendo celebraciones del superviviente, que se adhiere al homenajeado en provecho moral propio. Dejo aquí, pues, esta parte. No es equivocación ni desaire el silencio en estos casos.

Prefiero hablar del funeral. Ramón Egío, deán catedralicio, hombre culto, inteligente y próximo, derramó, como corresponde, incienso y agua bendita. Pero sobre todo vertió palabras bellísimas, justas, consoladoras. Para alguien que no es creyente, fue conmovedora esa lección de un hombre de fe que se despide de un amigo en la confianza puesta en que se aleja para estar con otro Amigo, más grande, más abierto en sus brazos. No hay que ser cristiano para aceptar estos gestos como parte de rituales de civilización que nos hacen mejores. Mientras -los que estábamos allí lo recordaremos- la interpretación de música antigua se mezclaba con el chirrido de una obra próxima -sea otro saludo, irónico, al arquitecto-. En mitad de la ciudad hundida en el calor, el dolor se transformaba así en un ámbito de meditación. Sobre la misma ciudad, quizá. Decir que eso lo podía lograr García Solera, y muy pocos más, es otra muestra de respeto.

Y meditaba que la ausencia definitiva del arquitecto era el final de una época que se fue casi sin llegar a ser. Hubo un tiempo, al final del franquismo, en que la modernidad sin estridencia que representaban las obras, las reflexiones, y hasta los sueños de García Solera, podrían haber encajado y emblematizado con una nueva época que potencialmente se abría. Otras muestras hubo en Alicante: el Aula de Cultura de la CAM, sin ir más lejos, y diversos proyectos culturales. Pareció que algunas personas señeras pudieran liderar proyectos para la ciudad que a malas penas se desperezaba y, a veces, gemía. Por decirlo claramente: Alicante precisaba una burguesía ilustrada dispuesta a imaginar? y a hacer. Pero no fue posible. No faltaron heroicos francotiradores de la renovación, como el hombre al que despedimos. Pero pocos más.

Lo que faltó fue incorporar ese naciente impulso a las fuerzas políticas que estaban a punto de construir lo público. Y el fracaso fue clamoroso a la hora de incorporar cultura y pensamiento cívico a los grupos de centro y derecha, abandonados demasiado pronto en manos de malabaristas. Y fracasó la capacidad de que el impulso ilustrado encontrara un paralelismo consecuente en los aparatos económicos-empresariales, exageradamente ocupados en concentrar esfuerzos y relatos en materias que precisan de poca calidad constructiva -en todos los sentidos- y en desviar las críticas a las instituciones -las de aquí, cuando no las controlaban, y, casi siempre, a las de Valencia-. Por supuesto la institucionalización democrática y la llegada de la UA -tan abandonada por estos sectores cuando fue atacada- abrieron otras vías. Pero sobre la ciudad pesa, como una cúpula mal resuelta, el peso de lo truncado, la ausencia de una sociedad civil comprometida, liberal más allá de las palabras y los tópicos.

Insisto: había, a priori, mimbres. Y gente como García Solera que nunca cejó en sus críticas y en sus sugerencias e incitaciones. Y otros que ayer estaban en el funeral. Y algunos que no. En cierto modo este funeral es el adiós a esa posibilidad. Seguimos a la espera de grandes arquitecturas -de ladrillo, de papel, de conceptos, de palabras, de funciones- que proyecten Alicante al futuro. Seguramente para que eso sea posible, precisamos presupuesto y honestidad institucional prolongada, una renovada clase empresarial que renuncie al parasitarismo; pero, también, ha llegado el momento de «historiar» nuestra convivencia desde 1970, más o menos. De poner nombres y apellidos a buenos y malos y grises. Todo lo que es, lo que ha llegado a ser, cierra las puertas a lo que pudo ser. Perdóneseme este ejercicio de nostalgia hegeliana. Pero sólo sabiendo con un mínimo de rigor nos será dado imaginar otras trayectorias. Ponernos, en este empeño, bajo el amparo tutelar de García Solera sería su mejor memorial.