El fantasma de Vox, que proporcionó a Sánchez la victoria electoral, recorre una vez más el espinazo dialéctico. Con la ayuda de Errejón, el agitprop de la Moncloa pretende reeditar la foto de Colón en la Asamblea madrileña tras la encarnizada batalla de Díaz Ayuso con la izquierda en la sesión de investidura.
La amenaza siempre ha sido el apocalipsis: los rojos que se comían a los niños crudos y privaban a las clases medias del frigorífico, y ahora el llamado trifachito, que supuestamente se propone acabar con las libertades consolidadas y el pan de los desfavorecidos, para beneficiar a los ricos. Todo esto no tiene pies ni cabeza pero resulta ser el material inflamable con el que se caldean las urnas, ya en camino. Hay muchos votantes dispuestos a comprar cualquier mercancía averiada que colme sus convicciones. Lo que sucede en Madrid es por ahora una repetición de lo que ocurrió en Andalucía y, que sepamos, allí no se ha producido ningún cataclismo. La vida sigue más o menos igual. Es cierto que Vox ha reiterado groseramente que sus votos no saldrán gratis.
La clave del éxito obtenido por el partido de Abascal está aparentemente en no transigir con nada, y querrán seguir esa línea hasta instalarse, como el resto, en las poltronas. Esa intransigencia afecta a la corrupción pero también a derechos y libertades civiles; para comprobarlo solo hace falta detenerse en el discurso de algunos de sus líderes.
En cualquier caso, la insistencia de Monasterio en Madrid en recordar que Vox se mantendrá vigilante para imponer sus exigencias no es menor que la de la portavoz bilduetarra valedora del gobierno de la comunidad foral de Navarra, donde el PSOE mantiene un pacto con los nacionalistas provascos que amenaza a la unidad territorial. Con la diferencia de que esta última habla todavía en nombre de las ideas de los terroristas que derramaron sangre no hace mucho. La diferencia no es pequeña
