Hay momentos en los que mi mente se colapsa y me pide tiempo para tratar de entender. Sucede básicamente cuando entro en ese mundo de la informática que tantos duelos y quebrantos inflige al lenguaje de Cervantes. Se habla de algo a lo que llaman «bit» y sospecho que se refiere al lenguaje; miro en el diccionario y me «aclara» que ese «bit» es una «unidad de medida de cantidad de información, equivalente a la elección entre dos posibilidades igualmente probables». Me suena a acertijo, por lo que pienso que será «la gallina». Si con ese «vocablo» se creen que voy a poder describir una puesta de sol en el otoño, van servidos...

Tengo que pedir disculpas por no entender el mundo este que me sobreviene, lo sé, y mi única excusa es que ya soy muy mayor. A mí me fascinan las palabras, ya lo he dicho muchas veces, porque las entiendo en toda su dimensión. Las percibo como hermosos ladrillos con que construyo los edificios del lenguaje que aprendí cuando los libros, allende los tiempos, llegaron a ser nuestra morada...; los abríamos con unción la primera vez y aún en muchos de ellos las hojas estaban sin cortar, para lo que teníamos una especie de estilete al que llamábamos «abrecartas», porque entonces recibíamos cartas. No existía, ni en sueños, el Internet con sus abreviaturas, emoticones y toda la reata de muñequitos que dan hasta lástima. Entonces aún estaba en uso la palabra «cartearse», que era la comunicación por escrito entre amigos, familiares, conocidos..., y existían los sobres y los sellos. Hoy ya nadie sabe lo que vale el franqueo normal ni lo que quiere decir esa palabra. Desapareció aquella frase tan común -«por cierto, le debo carta»- cuando se hablaba de alguien conocido. Tampoco ya es importante hoy el saber que «tía Amparo» está mejor de su asma y que Carmencita, su hija, «ha entablado relaciones con un chico de Sabadell, muy buen muchacho y de buena familia, que es representante de telas...». Esta frase huele a naftalina, lo sé, pero eran cosas de la familia que se comunicaba... También existía la correspondencia de los grandes escritores y pensadores que nos ha quedado y que, con frases muy entendibles, nos dejaron sus ideas que, a fin de cuentas, es lo medular del conocimiento. Se llamaban «epistolarios» y recordemos a los sabios del diecinueve-veinte que nos han dejado el documento más rico del día a día de la historia, ese quehacer tan verdadero pero que se transforma en estereotipado cuando cae en manos de los historiadores al uso, esos que no buscan el palpitar de la vida que se da en los periódicos, que son tan efímeros como la propia vida, sí, pero tan vitales... Las Cartas finlandesas de Ángel Ganivet parece en algún momento que estén hablando de hoy; las Cartas marruecas de Cadalso, y tantos otros...

Una vez conocí a un hombre apasionado por las palabras y escribí en una de mis libretas lo que recuerdo que me dijo. Cosas así: «...la palabra es un elemento mágico..., se adecua a su tiempo, a su objeto, dándole miles de matices... Nace, crece, tiene su esplendor y pasa a la historia, como los seres humanos... Las hay bellas, útiles, rimbombantes, contemporizantes, como picú y guateque». Recuerdo que le dije a este hombre que muchas de estas no estaban en el diccionario. «Las palabras están por ahí, en el viento, entrometidas, en los bolsillos de la gente..., te podría remontar a una fecha histórica muy precisa con solo tres palabras: patria, topolino y confesor. Esas personas que ya andan por una edad avanzada sabrán a qué fecha me refiero... Otras nos dicen su aspecto social dentro de su momento histórico, como vivienda frente a apartamento; la primera está cargada de privaciones, esperanzas, sueños, humildad, asentamiento...; la segunda respira seguridad económica, exceso, despreocupación, prisa... Toda una época frenéticamente religiosa está tras eucarístico, confesonario, novena, Vaticano...». Qué hombre..., lástima que no quepa aquí todo lo que sabía y sentía. Le pregunté al fin por alguna de esas que se tienen de cabecera, como los libros, y le observé un gesto de duda. «Tengo algunas, pero están muy maltrechas. Te diría que honestidad ya casi anda hacia la hornacina de las arcaicas, aunque aún se defiende, como honor tan lejana...». Y al fin mencionó su preferida: paz.

Pero entiendo que todas estas cuestiones no vengan al caso hoy, tan en boga vocablos como poder, escaño, transgredir, economía y, sobre todo, bit..., así que como viene al caso y, para terminar, les transcribiré un pequeño párrafo que también deambula por mis libretas desde hace tiempo pero que nunca he dejado de creer en su mensaje. Dice así: «Existen espacios habitables e interesantes construidos con una especie de ladrillos, las palabras, que dan lugar a los libros..., y todo ese material, ese entramado se convierte en una especie de "patria" que no tiene banderas, ni rancias ideologías o cosas de esa laya. Y allí es donde muchos de nosotros, cuando jarrea, nos guarecemos». Perdí la pista de quien lo dijera, pero es tan entrañablemente veraz su contenido que merece tener puertas abiertas.

P.D. Sé que este que viene no es mi mundo, pero deseo que cuando llegue no me pille despierta. Aunque me quedo con esa curiosidad que...