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La leyenda del imprevisible

asta la fecha, el sistema siempre me había funcionado. Cada vez que en la escena política surgía un líder nuevo, analizaba su currículum, seguía sus actuaciones y sus declaraciones públicas y en un tiempo prudencial conseguía hacerme una opinión más o menos fundamentada del personaje. He de confesar que este método infalible me ha fallado más que una escopeta de caña en el caso de Pedro Sánchez; transcurridos cinco años desde su llegada a la primera línea, todavía no tengo claro si es un tipo muy listo o un tipo muy tonto. Mis valoraciones sobre el dirigente socialista sufren cambios bruscos y radicales: en algunos momentos, llego a la conclusión de que estamos ante un político inteligentísimo, dotado de una maquiavélica capacidad para tomar decisiones arriesgadas y brillantes, que se ven emborronadas por algunas cagadas esporádicas atribuibles a su condición de principiante; por contra, en otras ocasiones, acabo convencido de que el actual presidente del Gobierno de España es un perfecto inútil, al que unos cuantos golpes de suerte y una falta de principios considerable le han permitido situarse en la cima del poder con un perfil muy limitado, situado a años luz de lo que se entiende como un hombre de Estado.

En defensa de mi estado de duda permanente hay que subrayar una circunstancia importante: Sánchez tiene una biografía más parecida al manual de instrucciones de una montaña rusa que a una carrera política normal. En sólo cinco años, a nuestro hombre le han pasado muchas más cosas de las que les pasan a sus compañeros de profesión a lo largo de toda una vida. Tras asumir la secretaría general del PSOE en 2014 lleva al partido a los peores resultados de su historia en dos citas electorales seguidas, convirtiendo el sorpasso de Podemos en una hipótesis de trabajo digna de tenerse en cuenta. Defenestrado después por los altos mandos socialistas, regresa del país de los muertos impulsado por la militancia para hacerse otra vez con el bastón de mando con el que accede a la Presidencia del Gobierno tras una inédita moción de censura, que se ve seguida por una victoria electoral que vuelve a situar a los del puño y la rosa como la formación más votada tras un largo periodo de sequía. Esta inverosímil sucesión de acontecimientos acaba envolviendo al presidente con un aura de personaje milagroso e imprevisible del que se puede esperar cualquier cosa: desde los éxitos más esperanzadores a los desastres más catastróficos.

Además de una cuestión de ritmos, la capacidad de Sánchez para sorprender al personal es también un asunto de contenidos. El líder socialista se ha especializado en tomar decisiones contradictorias, en pasar de un extremo a otro del arco ideológico con una naturalidad envidiable y presentando como normales cambios de criterio que para otros resultarían escandalosos pero que a él le resbalan sin generarle ni el más mínimo problema. Tras acceder a la Presidencia del Gobierno con una moción de censura apoyada por Podemos y por los partidos independentistas catalanes, todas las leyes de la lógica apuntaban a la rápida formación de un gabinete de coalición de izquierdas y en vez de eso, Pedro Sánchez tiene a todo un país sumido en un estado de catatonia política que puede desembocar en una nueva cita electoral de resultados inciertos. Todo puede pasar cuando dirige los destinos de la nación el hombre que empezó su mandato mostrando músculo solidario acogiendo a los inmigrantes del «Aquarius» y que sólo un año después intenta convencernos de que aceptar a los viajeros del «Open Arms» sería una irresponsabilidad injustificable.

Dicen los que saben de esto, que debemos empezar a acostumbrarnos a este tipo de políticos. Aseguran que en los próximos años el mundo estará gobernado por una nueva clase de dirigentes que actuarán a golpe de encuesta sociológica, abandonando por obsoletos conceptos clásicos como la ideología o la coherencia. La modernidad es una política hecha a cámara rápida en la que sólo importan los resultados más inmediatos y en la que los protagonistas de la función aparecen y desaparecen a una velocidad escalofriante que impide hacer cualquier tipo de reflexión reposada. Abróchense los cinturones: estamos entrando en la era del vértigo.

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