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El futuro del "mí mismo"

Parecía que uno no podía ser lo que no decían sus genes, pero la ciencia y la tecnología están cambiando esa limitación

Una madre generosa se ofreció a donar uno de sus riñones a su hijo para el que no se encontraba donante cadavérico. Cuando realizaron las pruebas de histocompatibilidad descubrieron que no era su hijo. La acusaron de engaño y traición. Su desolación no tenía límites. Pero, por qué, pensó un genetista, esa madre iba a donar su riñón si sabía, o tenía la mínima sospecha, que su hijo no lo era y que se podría descubrir. Así que profundizó en el problema. Y encontró que mientras en algunos órganos efectivamente comparte genes con su hijo, en otros no.

Es el mosaicismo genético que ocurre en casi todos nosotros pero en algunas personas con más intensidad. Si somos lo que somos por nuestros genes, quién era esa madre. Si nuestro yo emerge o es una consecuencia de nuestro organismo, ¿cuál es el yo de esa mujer compuesta de dos seres cual quimera?

La búsqueda del yo es una recomendación constante en la literatura sapienzal que heredamos de Grecia: sé tú mismo, conócete a ti mismo. Cómo si hubiera dentro de nosotros un núcleo que reside allá, en las profundidades de nuestra naturaleza y nuestra labor fuera descubrirlo y ser intensamente lo que somos o debemos de ser. Sin embargo, en mucha de la filosofía oriental el esfuerzo se centra en deshacerse de esa imposición, de la necesidad o presencia del yo. Predica la disolución o integración en el universo, llegar a no hacer distinción entre el yo y lo otro, o los otros.

Entre las dos posturas se sitúa la que propone un yo fluido, sujeto a los mismos cambios que experimenta el cuerpo. Cómo va a ser la misma persona, albergar el mismo yo, el organismo de aquel niño que fue el ahora anciano. Solo si el yo fuera la única sustancia inmutable en nosotros. Pero incluso los genes, en un proceso de adaptación, se modifican merced a la epigenética, cambios muchas veces como respuesta al medio, que no son exactamente estructurales y que harán que esas células se comporten de una forma diferente, una manera nueva de estar en el mundo, en nuestro organismo.

No solo cambiamos, además somos poliédricos. Ya lo dijo Whitman: en mí habitan multitudes. Porque el poeta, como cualquiera de nosotros, puede vivir múltiples vidas, múltiples experiencias ficticias: es un fingidor, decía Pessoa, finge tan completamente que llega a fingir que es dolor el dolor que verdaderamente siente. Podemos ser otro, tan intensamente que algunos precisan serlo, convertirse en otra persona de otro sexo.

Y somos con los demás y con lo demás. Cuánto nos sentimos parte de un todo, depende de la cultura. De acuerdo con los estudios de Robert Levine, un psicólogo social recientemente fallecido, cuando se pide a los norteamericanos que se dibujen a sí mismo y a los demás con circunferencias, suelen trazar una grande en el medio, yo, y otros pequeños, separados, rodeándolo.

En China o Japón el círculo del yo es tan pequeño como el del resto y todos se superponen. Sea como sea, en todas las culturas experimentamos que que no somos el mismo en diferentes circunstancias o con diferentes personas. Entonces, ¿cuál es el verdadero yo? La mejor respuesta es que no existe, que el yo es una ficción, algo que nosotros construimos para poder operar mejor en el mudo. Pero tal como los construimos, lo podemos reconsturir, modificar, conducir.

La debilidad de la esencia unitaria de nuestro organismo se confirma no solo por el mosaicismo genético, además en el útero recibimos y albergamos células de nuestra madre, somos un poco ella. Lo mismo que somos, en nuestra mente, un poco los demás, aquellos que nos influyen, los que viven en nosotros. Por tanto, ese círculo que trazan muchos americanos es una ficción cultural como otra cualquiera. Se dice, quién sabe si es verdad, que en la prehistoria vivíamos más integrados en la naturaleza, sin apenas distinción entre nosotros y los animales. Quizá el estadio más elevado de evolución cultural sea el sentirnos únicos e independientes. O el más equivocado.

La mejor teoría es que tenemos un yo múltiple, maleable y fluido. Y los límites para cambiar son cada vez menores. Parecía que uno no podría ser lo que no estaba en sus genes. La ciencia y la tecnología están salvando esa limitación. Empezamos con el implante de órganos, seres quiméricos. Seguimos con el cambio de sexo. Y en el horizonte próximo, se prevé instalar en nuestro cuerpo, incluido el cerebro, prótesis que nos modifiquen, que nos hagan ser otros o de otra manera. Nuestra personalidad o forma de estar en el mundo ya no es la misma desde que usamos el móvil y estamos inmersos en esas realidades virtuales, en las que tanto habitamos. Me lo decía un amigo que ama las novedades tecnológicas: espero que antes de morir me puedan colocar prótesis cerebrales que me hagan vivir otros mundos. Las implicaciones éticas de esas posibilidades es un asunto complicado.

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