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Momentos de Alicante

Tesoro líquido (VII)

ESCENA XIOPOSICIÓN INTERNA

icer Antonio José Mingot Pasqual y su primo Jaime Pasqual del Pobil y Pasqual de Ibarra se reunieron en el portal de Elche. Aprovechando que aquella última mañana de enero de 1590 el cielo estaba despejado y el sol mitigaba el frescor del levante, ambos hombres cruzaron la puerta de la ciudad y emprendieron un paseo por el camino que llevaba al pequeño arrabal que había al oeste, alejándose de las murallas.

Muy pronto llegaron a la plaza de las Barcas, donde se estaba concluyendo la construcción de la Casa Real o Alfolí de la Sal. Siguieron caminando, cruzándose con pocos carruajes y caminantes, confiados en que nadie escuchaba su conversación.

-Parece inevitable que su majestad consienta reemprender la fábrica del embalse, pero al menos contamos con varios de los nuestros en la comisión que se ha nombrado -dijo Jaime.

-Sí, además de nuestro primo Nicolás, al menos dos más de los vecinos elegidos están en contra de que se haga el embalse -convino Antonio José-. Pero dudo que su oposición al negocio, que por otra parte no puede ser muy descarada, llegue a producir el resultado por nosotros deseado, habiendo a favor gente tan poderosa.

-Quien más me preocupa es Luis Berenguer. Es muy respetado y tiene don de palabra.

-Es verdad. Por eso hablarán con él ciertos prohombres de la alta nobleza con el ánimo de hacerle ver lo erróneo de la empresa.

-¿Creéis que le convencerán?

-Habrá que intentarlo -respondió Antonio José encogiéndose de hombros.

Estaban llegando a las inmediaciones del convento y la iglesia que los franciscanos habían construido sesenta años atrás junto a la Montañeta, cuando Antonio José dijo:

-Por nuestra parte, hemos de aprovechar los pecados cometidos por el ingeniero italiano para traerlo a nuestro bando y que demore y dificulte la fábrica.

-¿Sabemos ya si será él quien la dirija?

-Aún no, pero según noticias de la Corte parece seguro que su majestad le confiará esa labor.

-¡Pobre Ángela!

Al oír el suspiro de su primo, Antonio José detuvo el paso. Ambos quedaron así parados muy cerca de la cruz de piedra, elevada sobre un pedestal de cinco gradas que había en las faldas de la Montañeta.

-Estoy seguro de que no hará falta cumplir con la amenaza, pero, sea como fuere, no hemos de desfallecer. Llevamos tiempo haciéndoles seguir y ahora es la ocasión de sacar provecho.

Jaime asintió al tiempo que decía:

-Mas la pobre doliente está muriendo de tísica.

ESCENA XIIEXTORSIÓN

Diríase que la luna habíase desdoblado en dos más, reflejándose en las nubes merced a un hechizo. Su contemplación empero no causó espanto a Cristóbal Garavelli Antonelli, pues siendo niño, en su Gatteo natal, su tío Juan Bautista, que Dios lo tenga en la Gloria, le había explicado el fenómeno de paraselene.

La madrugada era aún más fría y silenciosa en aquella parte de la ciudad. Desde hacía casi una hora esperaba impaciente junto a la ermita de San Roque a que apareciese quien allí le había citado a hora tan intempestiva. Comprendía empero la cautela, ya que el billete que le había sido entregado aquella tarde en la calle por un niño mendigo exponía un hecho muy delicado. El niño no sabía leer y no supo identificar al hombre que le había encargado el recado a cambio de una moneda.

La nota concernía a sus encuentros amorosos con Ángela Vallebrera. Encuentros que habían dejado de ser secretos, pese a que solo ellos dos e Isabel Márquez, amiga íntima de Ángela, los conocían. ¿Podría haberles traicionado Isabel?, se preguntó una vez más. Pero nuevamente se respondió que no, que de ninguna manera podía Isabel haber contado nada, puesto que también ella se vería perjudicada si llegaba a enterarse su marido de que durante tanto tiempo había facilitado tales encuentros, muchos de ellos en su propia casa. Entonces, ¿cómo habían sido descubiertos?, ¿y qué pretendía quien le había citado esta noche? ¿Acaso le pediría dinero a cambio de callar? Si fuera así, pagaría sin dudar si la suma estaba a su alcance. Volvió a su magín la última imagen que de Ángela tenía guardada: una imagen triste por la demacración sufrida en su rostro y en el resto de su cuerpo. Tan débil estaba aquel último día que se habían visto en casa de Isabel, que ya no pudo volver a salir de su hogar, permaneciendo encamada desde entonces. Solo a través de Isabel tenía noticias de ella. Cada vez más pálida, cada vez más apagada. «¿Por qué no os casáis o al menos os prometéis? Así podríais visitarla», le propuso Isabel. Muchas otras veces se lo había preguntado tanto a él como a Ángela, y todas ellas recibió la misma respuesta: «No podemos». ¿La razón? Era un secreto que ninguno de los amantes estaba dispuesto a desvelar. Aunque el día anterior, tan próxima se sabía de su final, que Ángela se lo había confiado a su amiga.

Por fin se oyeron unos pasos que se acercaban en la oscuridad. Bajo la tenue luz de las tres lunas surgieron otras tantas figuras humanas, que se detuvieron en la parte trasera de la ermita. Dobló entonces Cristóbal la esquina para exponerse, aunque embozándose el rostro con la capa.

-¿Quiénes sois?

-Nuestros nombres no importan -respondió uno de los tres extraños, que también llevaban el rostro embozado con las capas. Era el más alto y quien se hallaba en medio. Cristóbal no reconoció su voz.

-Nos sí os reconocemos, maestro Antonelli -dijo el de la derecha.

Cristóbal bajó la mano para llevarla a la empuñadura de su espada, dejando a la vista solo su boca y barbilla, pues las amplias alas de su sombrero ocultaban el resto de su cara. Los tres extraños respondieron de inmediato llevándose una mano a sus respectivas empuñaduras. Mas ninguno desenvainó.

-Como sabéis por lo escrito en la nota que se os ha entregado, estamos al cabo de vuestros encuentros clandestinos con?

-¡¿Cómo osáis?! -interrumpió Cristóbal al más alto de los extraños, al tiempo que hacía el gesto de desenvainar. Gesto que fue replicado del mismo modo.

-No tiene por qué correr la sangre, don Cristóbal -se apresuró a decir quien parecía mandar entre los extraños. Ninguno de los cuatro hombres terminó de desenvainar sus espadas, pero no separaron sus manos de las empuñaduras. Entonces prosiguió diciendo-: Deseamos proponeros un trato.

El censal

El censal o censo era un préstamo hipotecario con el que se pretendía eludir las leyes canónicas y civiles que condenaban el préstamo con interés.

Se denominaba así tanto al contrato propiamente dicho como al canon o pensión anual que se pagaba bien como interés perpetuo del capital recibido, bien como reconocimiento de la propiedad cedida inicialmente. El censatario podía luir o redimir los censos o censales efectuando la devolución del capital al censalista, junto con las pensiones vencidas y la parte correspondiente al año de redención o cancelación del mismo.

Era una práctica habitual a la que se recurría en momentos en que se precisaba disponer de dinero en metálico con cierta rapidez. Su relativa rentabilidad hizo del censal un medio habitual y seguro de inversión, tanto en créditos privados como públicos. Debido a las frecuentes dificultades económicas que padecían, los municipios solicitaban a menudo censales, que eran facilitados mayormente por los terratenientes, los grandes comerciantes, las comunidades eclesiásticas y la nobleza.

Condiciones para proseguir las obras del pantano

Después de múltiples gestiones realizadas por el Consejo municipal de Alicante y sus mensajeros para conseguir que se reanudaran las obras del pantano, paralizadas en noviembre de 1581 por falta de dinero, Felipe II consintió por fin dar su permiso.

No obstante, el rey incumplió su promesa de financiar las obras, aludiendo que la Hacienda Real no podía contribuir en ello. En su lugar autorizó a la ciudad de Alicante a que tomara a censo las cantidades de dinero necesarias, comprometiéndose a resarcir dicha inversión concediéndole los diezmos y primicias de los nuevos frutos que se producirían en la huerta por el riego del agua del pantano y que esperaba le otorgaría la Santa Sede.

Así lo hizo saber Felipe II en varias cartas, como la que envió, fechada el 9 de diciembre de 1589, «al Noble, Magnífico y amado Consejero y Portantvezes de General Governador en el Reino de Valencia de lla Sexona Don Alvaro Vique Manrique». Portanveces era un título similar al de Vicario o Teniente en la Corona de Aragón, y la Gobernación de Orihuela (a la que pertenecía Alicante) también era conocida como «Governació dellà Xixona».

Pues bien, en esta carta, además de autorizar a la ciudad de Alicante a que tomara a censo el dinero con que debía pagarse las obras del pantano, instaba a que estas se reanudaran a la mayor brevedad («deseo que la dicha fábrica se pase adelante sin más dilaciones, y se acabe con quanta mayor brevedad se pudiere») y ordenaba al gobernador Álvaro Vique que convocara una asamblea general de todos cuantos tuviesen intereses en la huerta alicantina:

«(?) aunque a Tomás Vallebrera y a Damián Miralles que la Ciudad ha imbiado para tratar deste negocio se les ha dado esta intención, ellos vinieron por deliberación de los del Consejo particular de la Ciudad, que son 18 o 20 Personas, y en negocio Universal como este para su firmeza deven concurrir todos los interesados que demás de los de la Ciudad en la huerta, lo son, los lugares de San Juan, Muchamiel, Benimagrell y heredados en ellos, y para esto he acordado por la confianza y estimación que tengo de Vuestra Presencia, que con asistencia del Baile general dessa Governación convoquéis al Consejo y Junta general de la Ciudad de Alicante y su término, y de los heredados en la huerta, y de los dichos lugares, y en Mi nombre les propongáis con el buen término y gusto y razones eficazes que les persuadan (para) que la accepten».

CUIDADO CON LOS DISIDENTES

Para que el gobernador, con la ayuda del baile general, pueda cumplir con su encargo de convencer a los alicantinos en la asamblea que va a convocar para que acepten sus condiciones, Felipe II le adjunta una serie de cartas que deberá utilizar para evitar que los que están disconformes con la construcción del pantano puedan imponer su criterio en dicha reunión:

«(?) como en reximiento de la Ciudad concurran algunos hombres de negocios que no son heredados y que su ganancia consiste en la esterilidad de la tierra porque della nace su trato, y el comercio que hazen para bastezerla de otras partes, y otros que son heredados en la huerta que hoy se riega, y por su interés es vender mejor sus frutos habiendo poca agua, podría ser que prefiriendo su comodidad particular al bien Universal lo quisiese Impedir, y para que no prevalga su opinión y codicia, será necesario que vos por vuestra parte, y el Baile general por la suya hagáis prevención con las Personas que lo podrían Impedir, de manera que antes de convocar tengáis seguridad del suzesso, y para más facilitarlo se os imbían dos dozenas de cartas que contienen lo que veréis por Mi trazado: las 18 son en vuestra crehencia, y las seis del Baile general, darlas heis, y aveis de llevar puesta la mira en que el acierto se otorgue antes de disolver la Junta general para que no sea menester convocarla otra vez (?), dexando nombradas Personas que tengan el poder de la Junta general para tratar y resolver lo que os ofreziere sobre el dar orden en la Fábrica y traza della, y para tomar el dinero a censo y para venir a darme razón del acuerdo».

JUNTA GENERAL

El 20 de enero de 1590, el gobernador hizo publicar un bando en Alicante, Mutxamel, San Juan y Benimagrell, convocando a una junta general de vecinos que se celebraría dos días después.

El día 22, en efecto, se llevó a cabo la junta general, probablemente en la iglesia de Santa María (o quizá en la Lonja), presidida por Álvaro Vique y Manrique, portanveces del General Gobernador, y Juan Vico, baile patrimonial. Según el cronista Viravens, concurrieron a la reunión «el justicia de Alicante Diego Ibarra de Mijancas; los jurados Francisco Mingot y Gaspar Aragonés; el racional Pedro de Torres; el síndico Tomás Vallebrera; 22 individuos del Concejo; el escribano-secretario de este Nicolás Martí; el justicia de la Universidad de Muchamiel Gerónimo Ayala, y los jurados y síndico de la misma Francisco Lledó, Pedro Albero y José Blanquer (?), asistieron también 264 vecinos de esta Ciudad y de los lugares indicados, figurando entre ellos abogados, médicos, labradores, cirujanos, escribanos, cerrajeros, picapedreros, carpinteros, sastres, guanteros y alpargateros».

El gobernador abrió el acto pronunciando un discurso para explicar que era el propio rey quien «nos ha mandado convocar esta Junta general, para que entienda su real ánimo», y que concluyó diciendo: «conviene que se lea a vuestras mercedes esta carta que su alteza escribe a toda esta real junta».

Nicolás Martí leyó la carta del monarca, en la que decía que había mandado convocar la junta para que el gobernador expusiera la propuesta de la Corona y «concurra la voluntad de todos». A continuación, el gobernador hizo que el escribano leyese también la carta que el rey le había enviado a él con fecha 9 de diciembre.

Álvaro Vique resumió las «cuatro cosas que su alteza en esta real carta a mí me manda que proponga a vuestras mercedes»: permitir que se reanuden las obras del pantano; autorizar que los gastos se sufraguen con censales; entregar a la ciudad, de los diezmos que la Sede Apostólica le concederá sobre los nuevos frutos de la huerta, «la parte que pareciere justa para ir desquitando todo aquello que la ciudad habrá gastado en dicha fábrica»; y que la junta elija una comisión para que trate «de la fábrica y traza della, y de los cargamentos, y del asiento que se ha de dar a todo, y para nombrar electos para ir a dar razón a su alteza de todo lo que se habrá hecho».

Por último, el gobernador pidió que se votase la propuesta del rey, a no ser que se aprobase por aclamación, advirtiendo que «si alguno con algún interés o pasión particular quisiere contradecir a este bien universal, será bien que su alteza lo entienda, cada uno de vuestra mercedes irá votando porque se asiente por escrito su voto, si ya como fieles vasallos de su alteza unánimes y conformes no aceptan y abrazan la merced que el rey nuestro señor les hace».

No hubo necesidad de votación puesto que los 298 hombres presentes aprobaron con una ovación la propuesta real.

La junta general nombró una comisión para supervisar todo cuanto tuviera que ver con la construcción del pantano, formada por el justicia y los jurados de la universidad de San Juan; el justicia, los jurados, el racional, el síndico y el abogado del Consejo de Alicante; los vecinos de esta ciudad Nicolás Pasqual, Bautista Desllor, Gaspar Fernández de Mesa, Cristóbal Martínez de Vera, Luis Juan Martínez de Fresneda, micer Luis Berenguer, Pedro Maltés, Francisco Martínez, Gerónimo Escrivá, Juan Planelles, Pedro Carratalá, Francisco José Pérez, Juan Colomina y Francisco Borrego; y los vecinos de San Juan Pedro Amat, José Blanquer y Salvador Berenguer.

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