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Juan R. Gil

Genio y figura

Un tipo singular, Garrigós. Divertido. Pero comprometido. Sabía sacar el máximo partido a la vida, al mismo tiempo que sabía emplearse a fondo con cualquier propuesta que valiera la pena sin mirar el reloj. Y detectaba enseguida a quien, incauto, le menospreciaba.

En Alicante es fácil encontrar gente mediocre convencida, sorprendentemente, de ser muy inteligente. Y que ocupa puestos de alta responsabilidad para los que, casi siempre, carecen de aptitudes. Pero presumen mucho, eso sí. De listos y de importantes. José Enrique Garrigós, al que ayer temprano le madrugó la madrugada, era todo lo contrario: se hacía el tonto, teniendo una cabeza perfectamente amueblada, que siempre sabía adónde iba; y bajaba escalones para ponerse a la altura de su interlocutor, en vez de ejercer de preboste. Le sobraba formación, pero le gustaba aparentar que carecía de ella. Era un maestro del disimulo, pero sin maldad.

Un tipo singular, Garrigós. Divertido. Pero comprometido. Sabía sacar el máximo partido a la vida, al mismo tiempo que sabía emplearse a fondo con cualquier propuesta que valiera la pena sin mirar el reloj. Y detectaba enseguida a quien, incauto, le menospreciaba. «Fer-se l'imbècil està prohibit?», preguntaba con sorna antes de entrar a cualquier reunión en la que sospechaba que iban a ir a por él o a por lo que representaba. Solía salir ganador de casi todas. Y si no, sabía retirarse a tiempo, sin dejarse ni un pelo de más en la gatera.

Garrigós fue turronero, claro. Hijo de una saga de turroneros. Y se casó con Mamen, otra turronera, su compañera y su cómplice. Y fue presidente de la Cámara de Comercio. Y de multitud de consejos y organizaciones. Pero también fue paracaidista. Y cantante ye-yé. Y todavía ahora cogía la guitarra y ensayaba con su grupo canciones viejas, pero cañeras. De bailar toda la noche hasta que el cuerpo no aguantara más. El cuerpo de los otros, porque el suyo parecía no agotarse nunca.

Llevó la gestión económica de la Cámara cuando su amigo Valenzuela fue presidente. Y le sucedió al frente de la institución, en el momento más difícil de la historia de estas entidades. Cuando ya no entraba el maná de las cuotas obligatorias y, sin embargo, la Cámara se desangraba a chorros, víctima ella también de la crisis. Tuvo que tomar medidas muy duras tanto en el ámbito empresarial como en el personal -despedir trabajadores, abandonar la emblemática sede del Palas, por la que tanto habían luchado y tanto habían pagado, jibarizarse como institución€ Pero la sacó adelante. La Cámara, bajo su mandato, ni cerró, ni quebró, ni se convirtió en sucursal de nadie. Y luego volvió a demostrar la inteligencia que otros no tenían para irse cuando tocaba: ni antes, ni después.

Se ha escrito mucho estos años de la sumisión de los representantes empresariales al poder político encarnado en esta Comunidad y en ese tiempo por el PP. Se ha dicho que jamás se alzó la voz para denunciar la corrupción ni exigir la correcta gestión de la cosa pública. Y, en general, tales afirmaciones son ciertas. Pero no en el caso de la Cámara de Alicante, ni en el de Garrigós. La Cámara es una entidad de derecho público y, por tanto, ligada más que otras entidades a los gobernantes de turno. Y aun así, Valenzuela pronunció en su día un discurso reivindicativo tan duro ante Camps que el entonces president abandonó la sala. Y Garrigós tuvo el valor (porque había que tenerlo, para nada era fácil) de sacarle al PP todas sus vergüenzas, todos los escándalos, todas las consecuencias que para la sociedad en su conjunto la corrupción estaba teniendo, en uno de sus últimos discursos de la Noche de la Economía Alicantina. Medio Consell, con el president Fabra al frente, y decenas de cargos y dirigentes del PP tuvieron que aguantar sentados en primera fila el chaparrón. Porque, ojo, que Garrigós no tenía límites: si arrancaba, arrancaba. Y aquel día arrancó y no dejó títere con cabeza.

En dos días me ha tocado escribir sobre la marcha de dos personas a las que respetaba. En el caso de José Enrique, al respeto se unía el cariño personal. Echaré de menos su «¡Juanra!», que casi siempre precedía a una pregunta más incisiva que la respuesta que yo le podía dar. Y Alicante echará de menos, lo sepa valorar o no, el empuje y la empatía de un tipo capaz de ilusionarse e ilusionar a todos con proyectos aparentemente sencillos, pero capaces de mover la economía con mucha mayor efectividad que tantos y tantos grandes planes que otros pergeñaron y no supieron ejecutar. Se ha ido demasiado pronto, pero es que le gustaba vivir deprisa.

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