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Juan R. Gil

Opinión

Juan R. Gil

Buen viaje, maestro

La muerte de Juan Antonio García Solera supone la pérdida de un hombre sabio. Habrá quien se queje de que empezar así es principiar la necrológica echando mano del tópico. Pero, no; no es un tópico. Me limito a levantar acta de una doble mala noticia: la muerte del hombre y la pérdida del sabio. De esto último, no andamos precisamente sobrados, así que el hueco que va a dejar su ausencia es ciertamente importante.

A pesar de la multitud de premios que recibió a lo largo de su dilatada carrera profesional (a sus 95 años, aún recibía en su estudio, con la bahía de Alicante como paisaje), hubo de entre todos un reconocimiento del que se sintió especialmente orgulloso: el de Mestre de Arquitectura que sus colegas de profesión le concedieron mediados los años 90 del siglo pasado. Ese era el título que utilizaba para firmar los artículos que de año en año enviaba a INFORMACIÓN, tan comprometidos y con tanto contenido que daban para reflexionar acerca de ellos hasta que llegara, más o menos doce meses después, el siguiente texto. Y eso es lo que realmente era: un maestro.

A lo largo de las páginas que hoy le dedica INFORMACIÓN se hace un recorrido por una obra que, sin duda, deja impronta en la arquitectura valenciana y ha marcado la ciudad de Alicante, muchos de cuyos referentes (el ADDA, por ejemplo, una pieza compleja para una ciudad acomplejada, que nunca supo si lo que le pedía al arquitecto era un auditorio o un Palacio de Congresos, dos conceptos en principio antitéticos; o la rehabilitación del Palas, otro toro dificilísimo de lidiar porque en realidad el hotel era un trampantojo, mal cimentado y peor construido con materiales de ínfima calidad que se deshacían con solo mirarlos y que, sin embargo, como muy bien supieron ver tanto él mismo como quien le encargó el trabajo, Antonio Fernández Valenzuela, constituía un símbolo que Alicante no se podía permitir malbaratar; por citar los dos hitos más cercanos en el tiempo y en la memoria colectiva), muchas de cuyas señas, decía, llevarán por siempre su firma.

Pero creo que lo que definía mejor a Juan Antonio García Solera no era su obra, sino la forma de afrontarla. Porque si algo fue es un humanista, en el mejor y más clásico sentido del término. Alguien que antes de ver solares e imaginar edificios, se empapaba de los espacios y soñaba ciudades. Alguien que entendía la Arquitectura como el arte de la convivencia. Que pensaba en términos de personas, de cómo conseguir aplicar toda su ciencia y todo su saber a mejorar la vida de los ciudadanos. Aunque desarrolló su trabajo por toda la provincia y también fuera de ella (ahí está la Academia de la Policía, en Ávila, otra de sus grandes aportaciones), fue la ciudad de Alicante, su ciudad, el objeto de sus mayores cavilaciones. Alicante, duele decirlo, es una ciudad rácana con sus mejores hijos, y no hizo con él excepción. Pudo haber sido el autor de un Plan General de Ordenación Urbana, distinto, con el mar como alfa y omega. Llegó a recibir el encargo y a formar con Julio Olmos un equipo de excelentes profesionales para llevarlo a cabo. Y salió enseguida, como nos confesaba a Martín Sanz y a mí en una conversación al hilo del magnífico libro que mi colega le dedicó hace apenas unos meses, a recorrer entre ilusionado e incrédulo las calles, dibujando en su cabeza los planos de una nueva ciudad que fuera vanguardia, pero no olvidara su esencia de capital amable. Pudimos, pues, entrar en la modernidad sin dejar de ser nosotros mismos; tuvimos la oportunidad de darle lustre, sentido y coherencia a Alicante. Pero preferimos parchearla, como hacemos con tantas otras cosas, y guardamos el trabajo de García Solera en un cajón para acabar tirándolo a la papelera sin haberlo aplicado. El resultado está a la vista: Alicante lleva décadas perdiendo trenes, mientras García Solera continuó pensándola y embelleciéndola hasta su último aliento. En eso consiste la maestría.

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