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El Indignado burgués

Una música muy triste

Hay gentes sensibles a la música y otros que oyen con la misma emoción un concierto para oboes y trompas de Purcell que el pandemónium de una fundición de acero. Sin embargo, nadie me negará que la música tiene un componente evocador y, sin existir en la vida real la música de fondo como en las películas, es verdad que a cada recuerdo le asignamos una canción o un sonido. Es curioso, yo lo he visto, cómo enfermos de demencia senil que no recuerdan cómo se llaman y mucho menos quiénes son sus familiares, son capaces de cantar canciones enteras sin olvidar una estrofa ni perder el ritmo.

Pero si la música es evocadora, puede tener también algo de invasor, porque cada cual arrastra sus muy particulares gustos y digamos que no hay en esto un placer universal. Hace un tiempo llevé en un corto viaje a mi sobrino de seis años y se sentó tan contento en la sillita de mi coche, pero no habíamos recorrido diez kilómetros cuando se puso a llorar como una Magdalena y no paró, por más que dialogué con él, hasta que terminó el viaje unos cien kilómetros eternos más adelante. Noventa kilómetros con un crío llorando es para clamar por la inmediata reivindicación y vuelta al ruedo de Herodes, sobre todo si no sabes qué le pasa y, digamos, tu empatía con los infantes es escasa.

El misterio se desveló cuando nos bajamos del coche y le preguntó mi hermana Maripili: « Raúl, ¿qué te pasa?». «El tío, que tiene una música muy tristeeee», contestó, sorbiéndose los mocos. La música triste que llevaba podía ser Bach o Haendel o Mozart, pero a Raúl le había soltado las amarras de la sensibilidad o las fuentes de los lacrimales. Podía ser el síndrome de Stendhal, el vahído que le dio por la acumulación de belleza y la exuberancia del goce estético al contemplar la belleza de Florencia o, simplemente -más bien creo que sería esto-, que no le gustaba nada, pero nada, ese tipo de música. Así es la vida y para gustos, colores.

Reconozco que para ser la alegría de la huerta me faltan cualidades. Muchas. Soy de la especie de los que piensan que el buen tiempo no es desde luego ni el calor ni el veranito, sino el invierno más riguroso, a poder ser nublado. Con esos mimbres no era de extrañar que mi sobrino se sorprendiera de la música que me acompaña. Y porque por motivos personales que no revelaré he exiliado de mi iPod el Réquiem del señor Amadeus. Y ya huyo de ella, pero antes la Lacrimosa era una de las piezas que se repetían una y otra vez. No sé si entonces estaba en pleno apogeo y el pobre Raúl se quedó colgado con el Dies Irae, Dies Illa. O le gustaba tanto que no paró de sollozar emocionado, lo que demuestra que tiene un alma gemela y lo pasará fatal en su deambular por la vida.

Por si acaso le ofrezco una sugerencia para el futuro. Hay una música que también me encanta: el antiguo himno de la República Democrática Alemana, la RDA: «Resucitando de entre las ruinas», que tiene unos acordes y una letra preciosa. Los que peinaríamos canas si las tuviéramos, ejem, la recordamos de los triunfos hormonados de sus atletas en cualquier competición. Luego todos supimos que estaban más dopados que «El Cigala» y que los comunistas querían limpiar su imagen con éxitos mundiales, de tal forma que el desabastecimiento de los mercados y la falta de libertades fuera entendida por sus sufrientes ciudadanos como un periodo temporal. Si no la han visto les sugiero la maravillosa película Goodbye, Lenin que cuenta extraordinariamente los últimos estertores de la RDA antes de su fusión por absorción por la RFA. Los alemanes del Este perdieron de vista para siempre a los comunistas, pero como daño colateral perdieron su pasado. No es de extrañar que haya una palabra que para ellos defina aquellos agridulces tiempos: la Ostalgia, mezcla de Ost (Este) y Nostalgia. Se entienden muchas cosas de Merkel sabiendo que ella era del Este y pasó su juventud en aquel régimen tan gris, pero, al mismo tiempo, para algunos tan esperanzador, creyentes en el cielo comunista por el bombardeo de propaganda. Y por el miedo que lo impregnaba todo, de las delaciones y el ostracismo al que te podían condenar de por vida si criticabas el sistema o a sus dirigentes. O parecía que lo criticabas o alguien decía que te había oído criticarlo.

Viendo El cuento de la criada, el país distópico Gilead es en algunas cosas la España de Franco y en otras la RDA de Honecker, porque en el fondo las dictaduras mesiánicas son todas muy parecidas, tanto en la catadura moral de sus dirigentes como en los sistemas de represión. La diferencia es que los alemanes comunistas inventaron un himno que ya no existe, pero era muy hermoso y al parecer los pepinillos encurtidos eran buenísimos.

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