Tengo por costumbre dedicar el verano, salvo el triste tiempo que me roban las vacaciones, a la lectura. Y hacerlo de manera indisciplinada. Estas semanas he acumulado una biografía de Blasco Ibáñez, un estudio sobre grandes teólogos y otros sobre la crisis del parlamentarismo en el periodo de entreguerras, textos filosóficos de Arendt y Wittgenstein, un grandioso ensayo de Traverso sobre la melancolía en la izquierda, best sellers insoportables, de esos que se acaban por puro orgullo? Y me esperan novelas de Kerr y Rankin, teoría política, una historia de los vikingos? De entre todos, con absoluta probabilidad, el más recordado, entrañable y, en muchos sentidos, útil, será Animales célebres, de Michel Pastoureau. Este autor es un gran historiador de las mentalidades, uno de los especialistas mayores en heráldica, historia de los colores y de los animales. Una delicia Los colores de nuestros recuerdos, sus cromáticas y vívidas memorias. En el libro que ahora gloso ofrece pequeñas «vidas» de animales y algunas sabrosas reflexiones sobre el marco histórico en el que se desenvolvieron, desde la serpiente del Paraíso a la oveja Dolly. Como reiteradamente recuerda, no importa si el animal fue real o inventado, pues todos los que han alcanzado la celebridad son relevantes para el historiador: ocupan un espacio en el imaginario de las sociedades occidentales. Y como ese es un espacio construido y habitado por personas, los animales contribuyen a que hayamos llegado a ser como somos, a explicar nuestras raíces, a re-presentarnos.

Pero que no se abalancen los animalistas sencillos a la lectura. El animal es muchas veces sinónimo de maldad: son un «otro» indescifrable de nosotros, los humanos. En la actualidad una perspectiva sobre estos asuntos parte de la premisa básica de que los individuos «buenos» debemos amar a los animales «como son» y, para ello, se les transfieren rasgos que se atribuyen a las personas -a las buenas, insisto-. Eso significa convertir en ahistórico el respeto a los animales, la valoración que se hace de ellos y la preferencia por unos u otros. Leyendo el libro descubrimos que el amor a los gatos es muy reciente, y que más bien casi siempre se les persiguió. Y casi lo mismo podríamos decir de los perros como sujetos de compañía, salvo para algún monarca obsesivo. El oso sí era valorado? para matarlo. Y fue el rey simbólico de los animales hasta que el león le destituyó. El animal sociable por antonomasia fue el cerdo, que a las funciones alimenticias obvias y suculentas sumaba las de ser un ecológico reciclador de residuos -el cerdo no es vegano-. No es extraño que en su deambular, a veces, devorara niños. Hay bastantes casos documentados en la Edad Media. Y el mejor el de la cerda infanticida de Falaise, en Normandía, condenada en 1386 por la muerte de un bebé. Condenada, sí, tras un juicio con jueces ordinarios, interrogatorios y abogados defensores; y ejecutada en público por el verdugo ordinario con toda clase de formalidades. También sufrieron leves condenas el padre de la criatura -el niño-, por negligente, y el amo de la marrana, también por descuido. Antes de soliviantarse con el asunto -esto lo digo yo, no Pastoureau- conviene subrayar que la existencia de un juicio y la ejecución judicializada es, precisamente, un ejemplo perfecto de aquello que algunos parecen ambicionar: la traslación al animal de rasgos humanos, demasiado humanos, como la voluntad de delinquir, el sentimiento moral de responsabilidad o la ejemplaridad de la pena -fueron obligados a acudir a ver el suplicio otros cochinos-. ¿A que considerado así el asunto crea un cierto desasosiego? A lo mejor es que no tenemos respuestas morales para todo lo que queremos que sea ético, haciendo recaer en los afectos y pasiones lo que está atado a derivas culturales muy complejas.

Tuve 17 años un gato llamado «Hamlet» y lloré cuando murió. Pero nunca me pareció especialmente inteligente. Más bien era egoísta y vago. Pero era juguetón y me caía bien. Quede así demostrado mi cariño por los felinos. También me gusta ver otros bichos, como pingüinos, lobos o buitres y cuando admiro a un tigre rememoró que Borges dijo, más o menos, que son asesinos perfectos porque son inocentes: la maldad anida en su ingenuidad. No obstante, a veces he dado en pensar que los gatos quizá jueguen un papel esencial en la involución actual y que si la democracia acaba alguna vez ellos tendrán una parte sustancial de culpa. Y es que nada está contribuyendo tanto a la expulsión de la razón ilustrada de la política real como la exaltación de los sentimientos. Por supuesto que desde que políticos recios como Churchill, De Gaulle, Marx o Napoleón nos dejaron, nunca ha faltado el alma bondadosa que pide reservar a las emociones un lugar en la política? ¡como si no hubiera sido siempre así! Para descubrirlo basta con leer un poco; actividad, por cierto, que parece contradictoria con tener sentimientos, salvo que sean libros que confirmen hasta la náusea las propias convicciones. Pero lo malo es que ahora las redes sociales, tan crueles, tan entregadas al capitalismo más depredador y carnívoro, exaltan ese efecto. Y en este nuevo marco de consumismo cultural de los sentimientos, nada como ese mensaje que te llega de pronto, y que dice: «En la web 'Siéntete como un animal' hay una encuesta sobre el minino más guapo del barrio: se presenta mi sobrina con su gatito Falaise? ¡vótale!». Y está la foto del gato. Monísimo. Y la niña. Pixelada. Y la gente les vota. Y a lo mejor la misma gente vota a 10 más, que el vecindario es muy activo, y bueno. Los gatos, queda probado, participan en una conjura mundial para privar de cualquier razonabilidad a los procesos electorales digitales, sólo reservados para la guapura, la ternura en la mirada y la abundancia de amigos y primos entrañables. Eso antes se llamaba caciquismo o nepotismo. Ahora es paz, amor y Primarias.

Para las postrimerías del verano me he reservado una antología de cuentos sobre hombres-lobo. Antes de que en las redes se vote que no es políticamente correcto y, quizá, se tipifique como delito.