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Relato (triste) de verano

Si no recuerdo mal ocurrió a finales del verano del 93, poco después de que comenzara el curso universitario de aquel año.

Por aquel entonces hacía algún tiempo que mi familia se había trasladado a vivir de Madrid a Alicante. Aunque en realidad lo que habíamos hecho era regresar. Alicante era la ciudad a la que, antes o después, volvíamos después de haber estado varios años dando vueltas por España. Mis vínculos con Madrid tardaron un tiempo en cerrarse así que de vez en cuando conducía mi coche hasta la meseta para visitar a algún amigo. Eran viajes tranquilos por una autovía recta y aburrida, con alguna parada corta en gasolineras con supermercado y con un cd de Pearl Jam sonando en aquel Fiat Uno que tuve y que tanto me gustaba. Fue en uno de esos viajes cuando, al final de una recta, pude observar a varias personas en el arcén que hacían gestos a los coches. Paré mi coche, juntos a otros dos. Un coche familiar yacía, desvencijado y con objetos esparcidos a su alrededor, a unos metros de la carretera, pasado un pequeño terraplén. Junto al coche un hombre de unos 60 años se lamentaba a gritos del accidente preguntándose entre sollozos cómo era posible que hubiese ocurrido aquello si venía conduciendo despacio. Un poco más allá una mujer joven y morena yacía entre las piedras, medio desnuda, y con una extraña posición que me llamó la atención. Algo no encajaba. Cuando me acerqué y me arrodillé a su lado me di cuenta de que la situación de su cuerpo, su forma de estar tumbada en el suelo, era lo que me había sorprendido. Su cuerpo, frágil y menudo, debía de estar destrozado por dentro, como si los huesos hubieran encontrado una posición nueva, adaptándose el resto de su piel a esa nueva forma.

Recuerdo su mirada, tan distinta.

Sus ojos, aunque muy cerca de la tierra que cubría aquella superficie, parecían enfocar a un punto muy lejano, un lugar distinto del que nos encontrábamos. Se movió un instante y luego volvió a adoptar su nueva forma, la que me había parecido tan diferente a un cuerpo humano. Todo lo que podía hacer era ver cómo se moría sin poder hacer nada, tan sólo retirarle el pelo de la cara y decirle unas palabras cerca de su oído. Yo estaba de espaldas a otros conductores que habían parado así que nadie me vio hacerlo. La dejé sola unos segundos mientras recogía la toalla que siempre llevaba en la parte de atrás de mi coche para las tardes en que decidía saltarme alguna aburrida clase de la Facultad de Derecho para irme a leer a la playa. Cubrí su cuerpo con ella hasta los hombros.

Transcurrieron varias semanas hasta que el tacto de su piel en las yemas de mis dedos desapareció. Me recuerdo sentado en la playa, en invierno, rozando mis dedos entre sí, sin saber muy bien porqué. Más que el concepto de la muerte lo que me enmudecía y me hacía reflexionar era la idea de la ausencia propia y de lo que ello conlleva. Qué ocurrirá con mis cosas cuando me haya ido me preguntaba. Qué pasaría con mis libros, con el armarito de mimbre del baño o con mi sillón de lectura. Me imaginaba a alguien curioseando en mi estudio, tal vez encontrando alguna fotografía antigua de una sonriente mujer (¡joder con el viejo!) o diciendo a otra persona algún comentario sobre mí (¿por qué le daría por aquello?).

Después de aquel día he conducido solo por casi toda España. Pero a veces, en mi juventud, lo hice acompañado de alguna mujer con la que compartía mi vida y que, antes o después, casi todas, seguramente todas, me preguntaban en alguna ocasión por qué conducía tan despacio (¡conduces como un abuelo!), a veces desesperadas de llegar tarde a algún lugar. Me comparaban con tortugas y con osos perezosos. Movían su cabeza en silencio o hacían gestos al cielo. Incluso me amenazaban con no besarme en toda la noche si no iba más rápido, mientras me preguntaban por qué iba tan despacio. A ninguna le dije la razón.

Pero volvamos a aquella carretera. Regresemos, por tanto, al fin del verano del 93. Estoy agachado junto a una mujer tapada con mi toalla de la playa y a la que toco uno de sus hombros ligeramente. Quiero que sepa que no está sola. Al menos esa fue mi intención. Escuchaba a los coches pasar a toda velocidad. También los lamentos de aquel hombre. Levanté mi mirada y vi entre los ocupantes del coche a un bebé de alrededor de un año. Me acerqué a su oído y con voz clara y tranquila dije las siguientes palabras: el bebé está bien. Hizo un pequeño movimiento, tal vez para decirme que me había escuchado. Pocos segundos después dejó de respirar.

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