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Literatura en el espejo

Los libros, una faceta cardinal en nuestras vidas

En este tiempo en el que la política dilapida a raudales honra y fidelidades, convendrán conmigo que es un momento idóneo para darle la vuelta al disco, y a otra cosa mariposa. El cabreo nuestro de cada día al cajón. Pensé en comentar los avatares de la avispa asiática o el desastre climático, pero ambas cosas ya insalvables, que dejen paso a algo más amable. Parrafeemos entonces sobre una faceta cardinal en nuestras vidas: la literatura. Y lo es porque la dama de las letras, guste o no, forma parte de ellas, es la imagen que se refleja en el espejo en que nos miramos, de frente o de perfil. No podemos huir de la literatura, como no podemos hacerlo del espejo, nos persiguen ambos allí donde vamos. En un libro, entre sus páginas, siempre encontraremos un trozo nuestro, sea el ejemplar del género que escojamos. El amor, el desamor, el sexo, la muerte, la belleza, lo gris, lo blanco, la traición, la enfermedad y todo lo que usted quiera echar en el saco está en la página que alumbra la luz del flexo o la luz de la mañana. Eche la caña con un buen cebó y pescará lo que busca, es decir, lo suyo. Puede decirme, siendo crítico, que digo, como dice mi nieta con una sonrisa de oreja a oreja cuando imito a Pocoyó: "Lolo dice tonterías". Ya lo sé, hay libros de ciencia ficción, de superhéroes y supervillanos, de guerras de las galaxias. Bueno, amigo, pues mire por dónde yo ahí, también en ellos veo asomar mi colita. Tal vez sea usted muy joven, pero en las fiestas patronales, en el área del recinto ferial de las barracas, había una atracción que servidor nunca se perdía, y era la de los espejos deformantes. Por dos cincuenta pesetas entrabas en aquel espacio como en un mundo irreal y real, al tiempo, como la vida misma, como la literatura misma, en un espejo te veías con cabeza de pepinillo y una frente alargada con unos diminutos ojuelos que sobrevolaban una nariz más larga que la de Pinocho y no reprimías la risa, y eso de cara, que de cuerpo parecías un jugador de la NBA con las manos rozando el suelo y el occipucio por las nubes, y no digamos en el espejo que yo llamaba el charrapeador, qué descojone, oiga, paticorto, barrigón, cara de luna llena, orejas de soplillo, papos de Pepa Pig y, por supuesto, también había espejos mixtos, de cintura para arriba como un barril y esmirriado como una anguila para abajo. En resumen, aquellos espejos deformaban mi realidad, mi ¿auténtica? imagen. La literatura juega ese mismo papel. Desfigura inconvenientemente. No darle el espacio y la dignidad que se merece, es ir contra uno mismo, es tirar piedras sobre su propio espejo. Y termino con el otro espejo, en el que nos miramos los autores. Aquella superficie de la fuente en la que se contemplaba Narciso, y como le sucedió a él, tanto nos embriagamos con lo nuestro que nos mareamos, nos dimos el sapiazo y nos ahogamos

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