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El ciprés y el caminante

Una visión desde el oratorio del claustro alto de la abadía benedictina de Santo Domingo de Silos

Desde el oratorio del claustro alto de la abadía benedictina de Santo Domingo de Silos, cuando la puerta está abierta, se divisa el enhiesto árbol al que Gerardo Diego cantó en su soneto "El ciprés de Silos". Lo escribió en el libro de visitas, al despedirse del cenobio, en el que había pasado la noche. En el manuscrito aparece la firma del poeta de la Generación del 27 y la fecha: 4 de julio de 1924.

En la versión que publicó después, a petición de Pedro Salinas, introdujo algún cambio. Y así, en el texto original, el ciprés no es "mástil de soledad", sino "lírico pararrayos del ensueño". Impresionado por la esbeltez del árbol, Gerardo Diego le dedicó otros dos sonetos: "Primavera en Silos" (1933) y "El ciprés de Silos (Ausente)" (1936).

Anteriormente, en 1923, el benedictino silense fray Justo Pérez de Urbel publicó su magnífico "El ciprés de mi claustro", en el que dice: "Silencioso ciprés, cuya negra silueta, / como un dedo gigante me señala una meta / allá lejos, muy lejos?: un palacio de bruma / una isla de oro, una ilusión de espuma, / la sombra imperceptible de una forma querida / que sin cesar persigue el alma dolorida".

Desde el oratorio del claustro alto de la abadía de Santo Domingo de Silos, cuando la puerta está abierta, y se dirige la vista hacia el viejo ciprés, que es, en palabras de Gerardo Diego, lanza que acongoja el cielo, chorro que a las estrellas alcanza, flecha de fe, saeta de esperanza, negra torre de arduos filos y ejemplo de delirios verticales, piensa uno entonces en la descripción que Leopoldo Alas "Clarín" hace, en "La Regenta", de la torre de la catedral de Oviedo: esbelta, delicada, dulce, de belleza muda y perenne, índice de piedra que señala al cielo, maciza y de espiritual grandeza, elegante, piramidal, graciosa e inimitable.

En el oratorio del claustro alto de la abadía de Santo Domingo de Silos, desde el que se divisa el alto mástil de soledad, señero, dulce, firme y mudo, el alma peregrina que lo contempla piensa también en la figura estilizada de "El hombre que camina II", escultura insigne de Alberto Giacometti, expuesta, hasta hace solo unos días, en el Museo del Prado.

Georges Bataille escribió en "El dedo gordo": "El hombre se desplaza por el suelo sin aferrarse a las ramas, pues él mismo se ha transformado en un árbol, es decir, se eleva erguido en el aire igual que un árbol". En el Evangelio según san Marcos (8,24) se refiere la curación de un ciego en Betsaida, al que Jesús le puso saliva en los ojos e, imponiéndole las manos, le preguntó: "¿Ves algo?". El hombre, mirando en derredor, dijo: "Veo hombres, algo así como árboles que andan". Hombres erguidos como los árboles y árboles que caminan como los hombres.

"El hombre que camina", de Giacometti, es el ciprés de Silos peregrinante. Pies grandes y raíces bien hincadas. "La especie humana comienza por los pies", dice André Leroi-Gourhan en "Les racines du monde". Y Roland Barthes sostiene, en su libro "Mitologías", que "es posible que caminar sea mitológicamente el gesto más trivial y por lo tanto el más humano". En efecto, nuestra especie se ha desarrollado en la simplicidad de la verticalidad andante, en elevación y alteridad, en trascendencia y amor.

Aunque es igualmente cierto aquello que Primo Levi indica en "Si esto es un hombre", refiriéndose a las penalidades en el campo de concentración de Auschwitz: "La muerte empieza por los zapatos". No son, empero, afirmaciones contradictorias, sino complementarias, pues nacer, crecer y morir es lo que corresponde al ser vivo. Y por ende al hombre. Y el dinamismo va de abajo a arriba. Como en el ciprés de Silos.

En su taller de la rue Hippolyte-Maindron, número 46, un espacio de 4,74 metros de ancho por 4,90 de largo, y un altillo, en París, Alberto Giacometti se entregó enteramente a pensar el hombre: frágil, efímero, solo, silencioso, absorto, perdido en el universo, angustiado, abandonado, pero mirando y yendo siempre, decididamente, hacia adelante. En aquel tugurio parisino, Giacometti se afanaba en "ver", como el ciego de Betsaida, progresivamente, la verdad del ser humano.

Esto lo captó muy bien Francis Bacon, el artista que plasmaba rostros descarnados sobre tela en su estudio también exiguo y abarrotado de cosas en Reece Mews, número 7, en South Kensington: "Sé que para él [Giacometti] la gran aventura es ver cada día cómo en un mismo rostro algo desconocido toma forma". Y en el oratorio del claustro alto de la abadía benedictina de Santo Domingo de Silos, desde el que se divisa, cuando la puerta está abierta, el vetusto árbol, en el que se cobija al atardecer una multitud ruidosa de pájaros, vi, en una mañana memorable de julio, al hombre que camina, allí, al fin, quieto, asentado, firme, fuerte, sereno y deseoso de las alturas del cielo, en la verde flama ascendente del ciprés de Silos.

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