Agotadora. Para bien y para mal. Excesiva a veces. Incómoda en ocasiones. Altamente inflamable por los asuntos que toca y retoca. Brillante y a ratos efectista sin remedio. No es Élite. Por fortuna. No es Por trece razones. Qué alivio. Euphoria es una serie sobre adolescentes en carne viva y se lanza al abordaje de conflictos que son el plan nuestro de cada día. La amenaza de las drogas que invitan a la huida que solo termina en el abismo. El sexo como juego de prendas irrelevante. Y competitivo. La incomunicación en el interior devastado de las familias. El maltrato de todo tipo y rendición. El amor maltrecho, las afinidades sexuales imprevistas, los usos y abusos que traumatizan, colocan y descolocan. En fin: el caos exuberante y artificial de unas edades en las que reina a menudo la confusión, el exabrupto, el ruido y la furia.

De su creador, Sam Levinson, conocíamos su impactante largometraje Nación salvaje, una brutal puesta al día de la caza de brujas en tiempos del smartphone, sátira no siempre bien resuelta, pero con manojos de buenas ideas desarrolladas a dentelladas. Aquí no se anda tampoco con paños calientes. Habrá quién se quede en lo superficial: planos de penes (falsos, en el caso más erecto), conversaciones sobre pezones, desnudos varios, lenguaje procaz sin recato. Es una parte mínima de la propuesta y solo aporta algo de qué hablar en las redes chismosas.

Euphoria centra sus esfuerzos en abrirse paso por la espesura adolescente a partir del personaje intenso y desvalido de «Rue» (impresionante Zendaya), adicta casi desde la cuna. Ya desde el primer capítulo nos enteramos con pelos y señales de su historia en unos minutos espléndidos que parecen un álbum en movimiento de su vida incluso antes de venir al mundo. «Nací tres días después del 11 de septiembre». Revelador. A su alrededor se van desplegando (sin prisas, y sin pistas) los habitantes de un mundo de machos alfa con pasado tóxico, sexo licuado en la piscina, retos absurdos, autolesiones, polvos nada mágicos, alucinaciones varias, amnesias colectivas con resaca pegajosa, ansiedad de pincharte en tus brazos, pastillazos, móviles invadidos por el porno propio o ajeno («los desnudos son la moneda del amor»), el suspense de una prueba de orina con engaño incluido, rehabilitaciones, recaídas, fiestones donde el sexo y el alcohol van de la mano, paseos de ebriedad bajo el neón, adultos que se aprovechan de la inocencia interrumpida en moteles mugrientos, ausencia de reglas y superpoderes inesperados («a veces cuando estoy muy drogada soy vidente»).

Euphoria rompe y rasga las vestiduras de una sociedad mal pensante en la que cuesta encontrar zonas que no sean erróneas. Un mundo que va demasiado rápido para mentes que se mueven despacio. El hilo argumental no importa, no puede importar cuando, de repente, irrumpe un plano del suicidio de Van Gogh que arroja estupor y plasticidad macabra. La serie, que se esfuerza demasiado en algunos momentos por ser muy diferente, avanza con pulso firme por los temblorosos des(a)tinos de una juventud que mira al abismo sin darse cuenta de que es el abismo quien la mira a ella. Y también en ese vértigo hay espacio para clavos ardiendo y relaciones que se niegan a ser ceniza.