A los que nos gusta leer y disfrutamos con ello, nos llena de esperanza conseguir ese rato, normalmente caro y complicado, para zambullirse de pleno en las páginas de un libro y entrar en ese falso estado catatónico que produce una buena lectura, alejándote de la realidad cotidiana durante el tiempo que te asegura su extensión.

Mi caso, como el de tantos otros, es acumular en una pila todas las lecturas pendientes, como si estuvieran en una rampa de lanzamiento esperando ser catapultadas a las entendederas de alguien. Te encuentras siempre en permanente estado de alerta para conseguir un título, un autor o un algo que te subyugue y sea objeto de deseo, para poder liquidarlo en algún momento de tu vida. Los libros se escriben para ser leídos, aunque no siempre cumplan esa digna y suprema función, quedando, en ocasiones, para calentar estanterías, decorar mobiliario por sus lomos o empolvar huecos estancos que no se sabe que poner en ellos, acabando un libro arruinado en su cobijo.

Alguien dijo que en los días de verano aumentan los lectores porque tienen esos espacios de tiempo vacíos que les permiten repanchigarse entre cerveza y cerveza, posar la cabeza en un almohadón y embriagarse con la magia de las letras impresas, olvidándose del mundo y los que lo habitan. Tardes de siesta y calor llevan a las lecturas calientes con los libros hirviendo de placer al ser abiertos por manos sudorosas e inexpertas, que buscan un pedazo de fantasía, un trocito de filosofía o una pizca de romanticismo.

Desde las legendarias novelas de Marcial Lafuente Estefanía, ese prolífico escritor de pluma fácil, que inundó el mercado de la posguerra española de un oeste inflamado de aventura para los constreñidos años de hambres y miserias, hemos llegado a un mundo editorial rico en títulos, temas y autores que hacen de la lectura un potencial infinito de posibles elecciones.

Por desgracia los libros siguen siendo caros. Puede que algún editor creativo, abierto a los nuevos tiempos, se lance a una forma de promoción diferente y empiece a «regalar» lectura, no a través de la venta de un periódico -digna iniciativa para vender diarios y fomentar la lectura de libros- sino desde la base de los futuros lectores, porque nadie mejor que los editores para saber qué títulos harían las delicias de los más pequeños y de cómo poner en marcha la maquinaria lectora del futuro, riqueza cultural indiscutible de un país.