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Maíz y fríjol

Hace un tiempo tuve ocasión de participar como ponente en una videoconferencia con cinco ciudades de México. El acto de apertura se inició con las intervenciones de las autoridades académicas. A continuación venía mi charla, que versaba sobre la función del maestro. Para clausurar el encuentro, tomó la palabra el director de la Educación Normal en la Ciudad de México, que contó una anécdota basada en un hecho que vivió en carne propia.

Explicó que en el tiempo en que era inspector de escuelas, se estilaba que los maestros prepararan sus visitas de tal modo que cuando él propusiera examinar a algunos alumnos, saldrían solo los más aventajados. Pero en una de estas visitas, al pedir el inspector algún «voluntario», se ofreció un niño de los que menos sabían. Y por mucho que su maestro quiso disuadirlo, disimular y hasta taparlo, el niño no se sentaba, así que empezó a preguntarle:

-¿Cuántos son los artículos demostrativos?

-Dos, señor inspector.

-¿Dos?¿Y cuáles son?

-El maíz y el fríjol.

-Pero, ¿cómo dices eso?, saltó el maestro enfadado al ver que lo estaba dejando en mal lugar.-Lo digo porque así es, son los artículos más demostrativos de si se puede comer o no en una casa.-¡Muy mal!, insistió el maestro ya fuera de sí. Ante lo cual, el niño, que se sentía lleno de razón por su propia experiencia de vida, respondió indignado:

-¡Cuando yo sea mayor y lleve mi carro cargado, le voy a echar a usted todo el polvo del camino!

Y por lo visto, eso influyó de alguna manera en el futuro de ese niño, que en un momento dado fue director general de transportes del gobierno mexicano. ¡Logró echarle el polvo del camino a aquel maestro que lo desmereció!

A mi me impresionó esta historia llena de esas injusticias cotidianas que conocemos bien, pero que esta vez tenía un final lleno de fuerza y de esperanza. Y sin saber cómo, me encontré asociando aquella narración con mis propias vivencias. Me puse a pensar en los niños a los que he visto descubrir tempranamente sus preferencias en sus primeros encuentros con los materiales, el arte, las máquinas, la música... Siempre me han sorprendido esas chispas de ilusión recién estrenadas, y me han causado profunda admiración. Ver nacer una pasión es algo muy hermoso.

Como he sido maestra durante 46 años, me ha dado tiempo a ver bastantes de estos «despertares» que se vislumbraban desde muy pronto en los juegos de mis alumnos y que yo al principio no comprendía, porque no me percataba de la importancia que tenía para ellos. Han tenido que pasarme unos cuantos años por encima para ver que esas sentidas predilecciones que mostraban algunos niños no eran simples caprichos, sino nacientes deseos de recorrer determinados caminos, que en muchos casos se han convertido en dedicaciones profesionales, en medios de vida, en disfrute y motivo de realización personal. Y quisiera ahora rescatarlos de mi memoria y de mis papeles. Dos ejemplos.

Andrea cuando tenía cuatro años ya bailaba sin parar. Se fijaba en los pies de los padres bailarines que venían a deleitarnos con sus actuaciones, copiaba a su abuela cuando bailaba las danzas de La Algueña, se movía al son de la batería de su padre y de cualquier melodía que le saliera al paso. Con el entrecejo fruncido, con los rizos al viento, con el placer instalado en su cuerpo menudo y sandunguero.

Un buen día vino a la escuela Josep Cortés, mi profesor de baile, a hacer una demostración de bailes de salón y le pedí que la sacara a bailar ¡Fue impresionante! ¡Seguía todos los pasos, los ritmos, las maneras! Sin haberlos aprendido de antemano, sin ensayos, solo con su deseo abierto. De ahí a decirle a sus padres que esta niña estaba llamada a bailar no hubo nada. Y ahora, después de años de formación, ¡es una de las primeras bailarinas del Ballet de Basilea! De vez en cuando viene a vernos y les cuenta a los niños su experiencia. «¡Tenéis que hacer lo que más os guste!», les dice. «Así seréis felices como yo lo soy».

Manolo era un niño observador y tranquilo. Respetaba al pie de la letra las instrucciones de trabajo, las normas, las sugerencias. No solo de los adultos, sino también de sus compañeros, que se lo disputaban para jugar por su talante afable y por ser tan buena persona. En los talleres, como se podía escoger actividad y materiales, Manolo se ponía resplandeciente, porque podía elegir lo que más le gustaba, que era construir. Hacía casas, pueblos, ciudades, carreteras, puentes, barbacoas y hasta gallineros. Me acuerdo que tuve dudas sobre si sugerirle realizar otro tipo de actividades. Al final algo le indiqué y entonces me dijo con una convicción que no le conocía, que no podía hacer lo que le estaba pidiendo. Le pregunté por qué y me dijo: «Es que tengo muchas cosas que construir». Y así es, hoy día es un arquitecto entusiasta y ocupadísimo.

¡Respetemos las pasiones recién nacidas, estemos a la escucha de lo que nuestros alumnos desean, acompañémosles a vivir! Seguramente así ellos evolucionarán mejor... y a nosotros nadie nos echará encima el polvo del camino.

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