Con los asesinatos de género empieza a suceder como alguna vez pasó con el terrorismo etarra: se nos acaban los adjetivos, agotamos los argumentos. Hasta la indignación moral más firme se desgasta en su batalla con la realidad. Eso, que en la estrategia de una banda criminal es algo a tener en cuenta, reaparece también en este tipo de terrorismo. De manera más insidiosa porque no atiende a explicaciones, sino que obedece a una genealogía patriarcal capilar, tan profunda que confunde las raíces con el subsuelo mismo de la vida social. Ante ello sólo sabemos una cosa: el camino de la inhibición, de la resignación, no sirve, porque convierte a demasiados en cómplices de los terroristas machistas. Cada cuál, pues, adopta inevitablemente una línea de respuesta, más a menos compleja o sofisticada. Incluyendo a los inhibidos que ven difícil integrar su rabia o su silencio en los códigos comunicativos mayoritarios. Todo eso lo puedo entender. Me gusta o no me gusta, pero lo puedo entender. Pero hay algo que no puedo entender.

No puedo entender -en sentido estricto, como un hecho previo al análisis racional- la actitud de los cargos de Vox que, cuando una mujer es asesinada por su pareja, acuden a la concentración para apartarse del grupo principal -institucional- y subrayar con su aislamiento algún tipo de mensaje, de discurso, que, supongo, pretende contribuir a un relato alternativo al que dibuja la mayoría responsable unos metros más allá. Lo primero que me llama la atención es que acudan, pues con ello significan su hipocresía. Y como suele suceder, no sabemos si esa mendacidad es un paso positivo, un reto, una brecha por la que convencer, o un insulto, un salivazo añadido a las víctimas. No sabemos si están porque la ola social es ya demasiado grande para ignorarla o porque quieren ser testigos, con su gesto de burla, de los y las que se alzan con sus humildes, sinceros minutos de silencio contra la barbarie. Y de paso les roban una imagen, suavizan los testimonios, distraen con su fanatismo la condena de la tragedia.

Muy probablemente dirán, si son preguntados -y mejor no preguntarles-, que están contra el asesinato -¡faltaría más!- pero que no quieren que su visión de la «violencia doméstica o intrafamiliar» sea manipulada por rojos -perdón, por «progres», como nos dicen ahora- y por feministas que quieren politizar algo tan tonto como una epidemia de terror. No llegan a imaginar que entre las personas silenciosas que alzan la breve verdad que cabe en una pancarta seguro que también hay diferencias, que en el pasado también tuvieron sus rifirrafes. Pero que ha sido más fuerte, gracias a la potencia intelectual y ética del feminismo, la pulsión por acordar, por establecer un marco común mínimo sin el que la lucha por la libertad, la igualdad y la vida de las mujeres no será posible o estará condenada al fracaso y, en muchos casos, a la muerte. Esa unidad mínima se ha fraguado, se ha tenido que fraguar, en centenares de estos encuentros, de estas quejas de las que la militancia de Vox se aparta. La unanimidad contra ETA también se construyó en actos similares. Porque sólo el encuentro apacigua la esterilidad de la rabia al abrir vías a su transformación en palabras políticas. Y en él se edifican culturas compartidas en las que pueden comenzar a invertirse valores tradicionales sobre los que asienta su poder el patriarcado. Por supuesto que no es la única vía de protesta, de resistencia y de propuesta, pero sí la única que ahora es dramáticamente imprescindible, al menos para que los cargos públicos renueven su compromiso, su promesa o su jura ante la bandera de los Derechos básicos.

Pero lo que más me fascina, con esa fascinación que sentimos ante un relato de horror, es la pregunta sobre qué pensarán esas personas durante el acto del que se marginan. Son dos, tres, cinco minutos. Pero en ese retiro autoinflingido se pueden hacer largos. ¿Lamentarán las consignas de sus jefes? ¿Se regocijarán en la firmeza de sus ideas? ¿Fantasearán vete tú a saber qué? ¿Rezarán? (Sí, seré benévolo con ellos y ellas y pensaré que rezan. Y no sería mala cosa que los jefes máximos de la institución eclesial, que tantas veces reivindican ser parte de la sociedad, acudieran también, de manera corporativa, a las concentraciones o que, al menos, de manera sistemática, condenaran cada asesinato). En fin: la verdad es que no sé en qué emplean ese tiempo muerto en que disienten de los asesinos, pero disienten con más fuerza de quienes empujan para que la solidaridad sea efectiva.

El nuevo pensamiento ultraderechista es así: se esconde en la desconfianza, se diluye en las preguntas que la sociedad no puede contestar, banaliza su maldad para alimentar los poderes -también el patriarcal- que les dan seguridad, para que la democracia sea cascarón vacío. Por eso debemos rebotarles sus preguntas. El insulto sirve de poco: ese es su escenario y se saben la letrilla mejor de los que, pese a todo, no renunciamos a lo mejor de la Ilustración, a los que nos sabemos irremediablemente en la Historia y sus contradicciones. Por eso preguntamos: contra su desconfianza, nuestra incredulidad. También preguntaré a algunas amigas de Ciudadanos, educadas, liberales e igualitaristas, si se han preguntado qué hacen estas aliadas suyas en tan jodidos momentos. Esto lo haré sólo por curiosidad.