Cuando era pequeño mi padre solía bromear conmigo llamándome granujilla, que con el diminutivo queda como menos contundente y relaja las conciencias, en aquellas ocasiones que me pasaba con alguna gamberrada de las que se podían hacer en los tiempos de la re-presión, bastante poca cosa si no querías acabar en el cuartelillo. Se podría decir en voz baja, que ser un granuja en la España de los silencios, no significaba necesariamente dar con tus huesos en la trena.

El granuja español ha sido enaltecido en la novela picaresca como un listillo buscavidas que sabe cómo engañar al hambre, consiguiendo desprenderse de tintes peyorativos, al igual que el pícaro, el guitón o el bigardo. Algo similar ocurre con el bergante, que a fuerza de normalizarse es una palabra capaz de encabezar el nombre de algún restaurante, quizás por su parecido a Bergantes el río de nuestra vecina Morella. Pero sin duda alguna, el bergante español no deja de ser un bribonzuelo de tres al cuarto.

Otra cosa diferente podría parecernos el malandrín, que aunque suene más oriental y lo confundamos con mandarín, sí que tiene una connotación mucho más canallesca en su acepción y su origen. Los malandrines parece ser que nacieron en la Francia del siglo XII entre los proscritos, convirtiéndose en una pandilla de bandidos desalmados que portaban armas como moneda de cambio.

Lo que empobrece nuestro espíritu ciudadano y nos relega a la estupidez aceptada, es el ejercicio de responsabilidad democrática que hacemos de cuando en cuando eligiendo a los que tienen que regir nuestros destinos. Lo extraño, bueno lo estúpido, es que le demos nuestra confianza para administrar el dinero de todos, además de un poder absoluto para mangonear en nuestras vidas, a una pandilla de desconocidos sin tarjeta de presentación, que no pueden demostrar excelencia alguna, que carecen, en la gran mayoría de los casos, de una mínima preparación para hacer la o con un canuto, que han sabido emponzoñar la vida social española como nadie y que han logrado deteriorar el sentido de la democracia.

Creo que hemos llegado al final del colmo y tenemos que cambiar, cueste lo que cueste, el procedimiento electoral para poder votar a las personas que realmente nos inspiren confianza sin tener que aguantar que se camuflen en las listas de los partidos. Sabemos que es difícil alejarse de granujas, bergantes y malandrines en la España del siglo XXI, pero seamos valientes y zafémonos de una jodida vez de tanta ignominia.