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Progresismo, no sectarismo

Cuando la lucha era entre clases sociales, no entre géneros

Vivimos tiempos inciertos. Cuando yo era joven, todo el mundo tenía claro lo que significaba ser de izquierdas. Considerarse de izquierdas pasaba por defender, de manera más o menos radical, los intereses y anhelos de la clase trabajadora. Así, la lucha por la mejora de los derechos sociales y las condiciones vitales de los más desfavorecidos eran el santo y seña de los partidos y organizaciones progresistas. Desde luego, cada uno habla desde su propia experiencia vital, pero cuando echo la vista atrás y evoco aquellos años de asambleas y reuniones interminables, constato, entre otras muchas cosas, que rara vez se trataban temas como el feminismo, el ecologismo o los derechos LGTBI. La lucha, por aquel entonces, era entre clases sociales, no entre géneros. Y todos teníamos la absoluta convicción de que la total emancipación de la mujer vendría de la mano de la mejora de las condiciones sociales de la clase en la que ésta se hallaba incardinada. Nadie hablaba, pues, de un patriarcado social, sino de un capitalismo opresor y explotador que ahogaba los anhelos de los más desfavorecidos, fueran estos hombres o mujeres. Estoy seguro de que muy pocas mujeres sabrán, hoy en día, quien fue Clara Zetkin. Zetkin, alemana, nacida en 1857, fue una feminista de primera hora, inspiradora del Día Internacional de la Mujer Trabajadora, en la Conferencia de mujeres socialistas de 1910 celebrada en Dinamarca. Tras su paso por el partido socialdemócrata alemán, radicalizó sus posiciones ideológicas y en 1914 se unió a los espartaquistas de su amiga Rosa Luxemburgo. Al final de la I Guerra Mundial formó parte del primer comité central del Partido Comunista Alemán (KPD), por lo que tras la toma del poder por parte de los nazis se exilió a la Unión Soviética, donde falleció en 1933. Pues bien, esta ideóloga alemana, fundamental en la creación del feminismo en la izquierda europea de entreguerras, evolucionó desde sus posturas radicalmente feministas iniciales hasta convertirse en la mayor ideóloga de la consideración de las mujeres como parte del movimiento obrero. Para ella, como para la mayor parte de los líderes políticos y sindicales que conocí en mis asambleas de juventud, las mujeres eran parte indisoluble del movimiento obrero. Así, la pionera alemana, al final de su larga vida, adjuró de los postulados feministas que priorizan la lucha contra el patriarcado por considerarlos una herencia burguesa y pasó a defender la lucha de clases como el único camino para la emancipación de las mujeres trabajadoras. Y no hay que ser Clara Zetkin, para saber, que, aunque todas salgan a la calle cada 8 de marzo, los intereses y las preocupaciones a la hora de conciliar, de tener una adecuada educación sexual o de obtener un trabajo digno que le permita llevar a cabo un proyecto vital no son los mismos para una mujer que vive en Puente de Vallecas que para otra residente en El Viso, por citar dos distritos de Madrid. Y por ello, a mi sensibilidad de izquierdas le cuesta mucho "comprar" el discurso de todos esos grupos, muy preocupados en hacernos creer que los intereses de todas las mujeres son idénticos, transversales e independientes del estatus social y económico en que éstas se encuentren. Una cosa es que la izquierda, una vez abandonada su lucha en defensa de un sistema alternativo al capitalismo, use la batalla de todos esos colectivos, tradicionalmente desfavorecidos y ciertamente discriminados, como son las mujeres, el colectivo LGTBI o los propios inmigrantes, utilizándolos como banderín de enganche de amplios sectores sociales que en los últimos años le habían dado ideológicamente la espalda, y otra muy distinta es que esa izquierda sectaria pretenda monopolizar esa lucha, arrogándose una superioridad moral y negando a otras opciones ideológicas la posibilidad de tomar parte en esos colectivos. Y ello, porque, demagogias aparte, resulta muy difícil creer que todos aquellos gais, lesbianas y travestis que, hace ahora exactamente 50 años, salieron a la calle en el Greenwich Village neoyorquino, protestando por las constantes redadas policiales en el local Stonewall inn, lo hicieran en nombre del socialismo y de la revolución proletaria mundial, entre otras cosas, porque, por aquel entonces, igual que ahora, el régimen castrista, baluarte del socialismo en el continente americano, reprimía y encerraba a los homosexuales en campos de reeducación, los tristemente famosos UMAP. Y, por eso, todavía hoy, me causa una enorme "ternura" contemplar a todos esos jóvenes, desfilando el día del "orgullo", ataviados con una camiseta con la efigie del "Che", el cual, ha pasado así, sin solución de continuidad, de reprimir homosexuales o "pervertidos sexuales", como el propio Guevara los denominaba, a auténtico ídolo del "orgullo gay". Y, así, puede parecer una paradoja, aunque quizás no lo sea tanto, que el mismo Gobierno Zapatero que trajo el matrimonio homosexual a este país, casi de forma simultánea, llevara a cabo una agresiva reforma laboral (abaratando y facilitando el despido por causas económicas, facilitando el "descuelgue" empresarial en los convenios colectivos), que abrió el camino a la posterior reforma del gobierno popular y que le costó una huelga general, al atacar gravemente a los sectores más vulnerables de la sociedad, mujeres incluidas. Como se ve, todo muy de izquierdas.

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